El nacimiento
Mi madre había adquirido una enfermedad a muy temprana edad, a una edad tan temprana como la aparición de las hembras sobre este mundo. Entonces por tal sedujo a mi padre, se acopló a él, lo obligó a tener hijos. Más tarde lo obligó a mover pancartas por las calles, cosa que aportaría un mejor futuro para los hijos que ella le obligó a tener. Yo fui el resultado de su copla número 636, detalle que me parece treinta puntos menor que diabólico.
Cuando estuve en el vientre de mi madre hubo problemas por la abuela que no dejaba de fastidiar. La abuela era en verdad diabólica y mi madre le agarró tirria; de pronto la vieja le tiraba golpes hasta sangrarle la nariz, sin razón, y yo desde mi periscopio veía todos los detalles del rostro arrugado y los nudillos cuando extendía el puño hacía la delicada nariz de mamá.
Aquello en un principio me pareció emocionante, aunque me daba mareo. Mi mamá le decía cosas como vieja puta o ramera de mierda, mientras la sensación de mareo se volvía más intensa; el mareo se convertía en una especie de borrachera en la que mi madre terminaba soñando que mi abuela había muerto.
La abuela sólo pudo morir a través de una catástrofe que describí en el principio de esta historia, y en la que no vale la pena ahondar, siendo que en mi historia se desarrollan catástrofes aún más conspicuas.
El asunto fue que aquel rostro arrugado me era conocido desde varios meses antes que el rostro de mi madre. Cuando me cargó tuve una sensación de vértigo que acalló mágicamente en una mordedera que hacía ruiditos; cada vez que el vértigo me asaltaba había una mordedera para acallarlo, hasta que el vértigo se convirtió en rabia, la rabia en deseo, en alcohol y en playa, la playa en castástrofe, en tambor, en golpe.
Eran tales las palizas que mi madre, igual que yo, aprendió a fugarse, su forma de hacerlo eran los mareos, esos mareos que después me sumergían en un estado astral.
Cuando la abuela soltaba el golpe mi escenario se volvía un cielo completo, siempre nocturno y estrellado, con algo de perverso y de santo. Perverso y santo como las noches en que ondeaba mis caderas de espalda al mar, borracha, con deseos de caerme al piso. Las borracheras eran una réplica de mi pueril divertimento, golpes que hacían a mi madre caer desmayada en el piso una y otra vez sin que a mi me pasara nada; sólo un sueño de estrellas que giran y avanzan frente a mi, vertiginosamente.
Aquello en un principio me pareció emocionante, aunque me daba mareo. Mi mamá le decía cosas como vieja puta o ramera de mierda, mientras la sensación de mareo se volvía más intensa; el mareo se convertía en una especie de borrachera en la que mi madre terminaba soñando que mi abuela había muerto.
La abuela sólo pudo morir a través de una catástrofe que describí en el principio de esta historia, y en la que no vale la pena ahondar, siendo que en mi historia se desarrollan catástrofes aún más conspicuas.
El asunto fue que aquel rostro arrugado me era conocido desde varios meses antes que el rostro de mi madre. Cuando me cargó tuve una sensación de vértigo que acalló mágicamente en una mordedera que hacía ruiditos; cada vez que el vértigo me asaltaba había una mordedera para acallarlo, hasta que el vértigo se convirtió en rabia, la rabia en deseo, en alcohol y en playa, la playa en castástrofe, en tambor, en golpe.
Eran tales las palizas que mi madre, igual que yo, aprendió a fugarse, su forma de hacerlo eran los mareos, esos mareos que después me sumergían en un estado astral.
Cuando la abuela soltaba el golpe mi escenario se volvía un cielo completo, siempre nocturno y estrellado, con algo de perverso y de santo. Perverso y santo como las noches en que ondeaba mis caderas de espalda al mar, borracha, con deseos de caerme al piso. Las borracheras eran una réplica de mi pueril divertimento, golpes que hacían a mi madre caer desmayada en el piso una y otra vez sin que a mi me pasara nada; sólo un sueño de estrellas que giran y avanzan frente a mi, vertiginosamente.
Los comas
Cuando la enfermedad viene mi razón decrece a niveles insospechados de rabia, soy capaz de cometer arrebatos, de salir por la carretera en espera de que un trailer me pegue de frente. La rabia se me va en contra, pero nunca hasta ahora se me ha ido en contra un trailer. La rabia se contiene.
No sé si dar gracias a dios por haber contraído la enfermedad. Cada vez que se intensifica me vuelvo compulsiva, en mi fase célebre tiendo a convertirme en una megalómana. Es decir, a veces la enfermedad me gusta, genera impulsos acelerados, me gusta la velocidad.
Mi vida dio un giro importante cuando todo me empezó a valer un pito; me empezó a valer un pito ser una niña, hasta que me valió un pito ser mujer.
Adquirí la enfermedad en la playa, una playa casi deshabitada donde hay una laguna. Mi padre nos enseñó a nadar desde temprano y bajo métodos inusuales; a los cuatro años me llevó mar adentro, y me arrojó ahí, advirtiéndome que nada pasaría si seguía las instrucciones al pie de la letra: sin miedo. Mi padre me enseñó muchas cosas bajo métodos efectivos.
El tiempo que permanecimos ahí fue prolongado, un tiempo en que los martirios de la nana desaparecieron y la vida se llenó de momentos felices, de sol y kilómetros de arena.
Sin embargo la felicidad no es algo tan digno de contarse como el momento en que adquirí la enfermedad. La playa y sus escasos habitantes deja de importar; se convierte en el escenario de la catástrofe, de mi historia de golpes.
Una moto acuática golpea la cabeza de dos niñas, la primera muere y la otra queda en coma. El cerebro de la pobre niña se esparce por el agua. La cabeza del conductor golpea contra el árbol que está a la orilla de la laguna y también se esparce.
Ahí fue donde adquirí la enfermedad que me lleva a repetir siempre, constantemente, el golpe. La playa en diferentes modalidades de golpes, rítmicos y violentos, sanguinarios, asesinos extremos, genocidas; golpes de punta, de yema, de cabeza, de tambor, de bala.
Cuando salí del coma fui a vivir a una casa donde había un patio grande con la hierba crecida, en esa casa estaba mi papá y supe perfectamente quien era, puesto que hacía a penas un segundo –el segundo que antecedió a mi coma- lo había visto alejarse en una lancha con rumbo contrario al mío, con él todos mis hermanos y mi madre se despiden, mi madre con una sonrisa insistente, que se volvió una mueca llorosa.
La hierba crecida aparece justo después del abrigo peludo de la abuela, que me lleva en las piernas camino a casa, después del coma. Luego una recámara con pegotes.
Dentro de esa casa ocurre que la enfermedad encuentra una bandita de amigos perversos, que la alimentan con una concupiscencia arrogante e irresistible, que le da a los golpes un ritmo tropical, sin perder su trozo latente de tragedia. De ahí en adelante me he dedicado a vivir de mis muertes.
Cuando la enfermedad viene mi razón decrece a niveles insospechados de rabia, soy capaz de cometer arrebatos, de salir por la carretera en espera de que un trailer me pegue de frente. La rabia se me va en contra, pero nunca hasta ahora se me ha ido en contra un trailer. La rabia se contiene.
No sé si dar gracias a dios por haber contraído la enfermedad. Cada vez que se intensifica me vuelvo compulsiva, en mi fase célebre tiendo a convertirme en una megalómana. Es decir, a veces la enfermedad me gusta, genera impulsos acelerados, me gusta la velocidad.
Mi vida dio un giro importante cuando todo me empezó a valer un pito; me empezó a valer un pito ser una niña, hasta que me valió un pito ser mujer.
Adquirí la enfermedad en la playa, una playa casi deshabitada donde hay una laguna. Mi padre nos enseñó a nadar desde temprano y bajo métodos inusuales; a los cuatro años me llevó mar adentro, y me arrojó ahí, advirtiéndome que nada pasaría si seguía las instrucciones al pie de la letra: sin miedo. Mi padre me enseñó muchas cosas bajo métodos efectivos.
El tiempo que permanecimos ahí fue prolongado, un tiempo en que los martirios de la nana desaparecieron y la vida se llenó de momentos felices, de sol y kilómetros de arena.
Sin embargo la felicidad no es algo tan digno de contarse como el momento en que adquirí la enfermedad. La playa y sus escasos habitantes deja de importar; se convierte en el escenario de la catástrofe, de mi historia de golpes.
Una moto acuática golpea la cabeza de dos niñas, la primera muere y la otra queda en coma. El cerebro de la pobre niña se esparce por el agua. La cabeza del conductor golpea contra el árbol que está a la orilla de la laguna y también se esparce.
Ahí fue donde adquirí la enfermedad que me lleva a repetir siempre, constantemente, el golpe. La playa en diferentes modalidades de golpes, rítmicos y violentos, sanguinarios, asesinos extremos, genocidas; golpes de punta, de yema, de cabeza, de tambor, de bala.
Cuando salí del coma fui a vivir a una casa donde había un patio grande con la hierba crecida, en esa casa estaba mi papá y supe perfectamente quien era, puesto que hacía a penas un segundo –el segundo que antecedió a mi coma- lo había visto alejarse en una lancha con rumbo contrario al mío, con él todos mis hermanos y mi madre se despiden, mi madre con una sonrisa insistente, que se volvió una mueca llorosa.
La hierba crecida aparece justo después del abrigo peludo de la abuela, que me lleva en las piernas camino a casa, después del coma. Luego una recámara con pegotes.
Dentro de esa casa ocurre que la enfermedad encuentra una bandita de amigos perversos, que la alimentan con una concupiscencia arrogante e irresistible, que le da a los golpes un ritmo tropical, sin perder su trozo latente de tragedia. De ahí en adelante me he dedicado a vivir de mis muertes.
3 comentarios:
Carlitos: este blog vive gracias a ti.
Row! Excelente blog! Creo que me estaba perdiendo leerte, la primera vez que visité aquí no tenías nada!, pero veo con agrado que tiene todo para que uno se "enganche" -como dice Carlos-... sin remedio... aquí andaré. Gracias por la visita! (también he visitado El Agente Morboso)...
Saludos!
monero jOSÉjUAN
Gracias, es un verdadero placer.
Publicar un comentario