jueves, 1 de mayo de 2008

El deseo en la vejez de Medalla (capítulo 10 de la novela Amazon Party)


Medalla parecía demasiado lejos de Golina. Yo era una de las mujeres desterradas del paraíso; a nosotras las habitantes de Medalla nos había tocado un edencillo que ellas no se atreverían a tomar; nuestra felicidad era su infierno: para ellas nacer en un cuerpo como el nuestro hubiera sido la muerte. Volver a Medalla era encontrarme con mi mundo posible: mi única esperanza de vida; vida que merecía gracias a mi deseo perenne de que la Andrógina me amara algún día.
Aprendí muchas cosas en Golina, y empecé a aplicarlas en Medalla, alcancé muchos éxitos: sin embargo en ese momento yo no conocía mayor triunfo que el de Cinch y por tanto era una miserable. Vivía de coctel en coctel frunciendo buenos ceños a todo el mundo, buscando oportunidad tras oportunidad, sin detenerme nunca. Luché intensamente por mejorar la Ciudad de Medalla y aún así parecía un pestilente remedo de Golina. Por tanto iba de coctel en coctel sintiéndome una completa miserable, esperando que mi vida en Medalla me diera el mérito suficiente para llegar hasta la Andrógina.
El trabajo administrativo terminó siendo lo mío a final de cuentas, me dejé vencer, llegó un momento en que decidí quedarme sentada tras un escritorio, dentro de un despacho, hablando por teléfono con mis contactos, mandando mensajes, esperando respuestas contundentes que materializaran a sus remitentes, mis esperas sin embargo nunca acabaron, mis mensajes se volvieron más largos, más solícitos, más desesperados. Consecuencia de ellos es este último recurso de escribir largos relatos sobre mi vida en el mundillo. Los cuales florecieron cuando el trabajo administrativo escaseó.
No sentí el deseo de tener un amante hasta varios años después, cuando me volví completamente vieja. La vejez -muchos hombres aquí en Medalla aún no lo entienden- es el motor de la más intensa sexualidad femenina: el fuego de la carne que se desprende es más intenso que cualquier otro. Debo volver a confesar que mi deseo por Cinch nunca redujo su intensidad, mas yo tenía varios tipos de deseo. Conforme me fui haciendo vieja mi deseo redundó en una putería aún mayor a la que me asaltó en los tiempos de Chavo; un gran escritor del mudillo había dicho que gallina vieja hace buen caldo: era verdad, lo sabían muchos sabios señores. Estaban en el Chat, en el celular, en todos los medios que me impidieran levantar mi inconsistente trasero de la silla de mi despacho: en el despacho recibía a todos los amantes que había conocido en el Chat, al menos en mis fantasías, que transcurrían entre el aburrimiento total y la masturbación. Mi vejez no me impidió separarme de la fantasía de ver entrar a Cinch por la puerta, desnudarla sobre el escritorio y todo eso. Mi pudor de anciana me permitía llegar hasta los límites del erotismo más furioso: el erotismo de la carne que no quiere desprenderse. Me trazaba, igual que en mi juventud, estrategias en las que conquistaba a Cocho o a Guayo nada más porque Cinch estaba ocupada esa noche y todo acababa tan rápido que yo necesitaba irme a comprar un vestido, por la pura frustración, por no perder la costumbre de recibir regalos después de un rápido coito. Esta vez los regalos los daba mi propia bolsa, porque ningún habitante del mundillo podía comprarme un objeto que alcanzara el precio de mi frustración.
Cuando era joven el deseo me lanzaba a la calle y una fuerza incomprensible me ponía en la cama de un muchacho, la vejez me atrajo amantes perfectos e inexistentes y la esperanza cercana de encontrarme con Cinch del otro lado del infiernillo, para llegar juntas a una playa o a un parque mítico, donde el Chulo de Viades fuera un hombre de perfecta carne y hueso y eyaculara sobre nuestros rostros carcajeantes. Ella y yo podríamos tirarnos sobre la hierba o sobre la arena, sobre el sillón de felpa colorida o sobre el raso recortado del vestido de la madre de Maya o el terciopelo de la rubia de mierda; ahí, sobre el vestido de una novia que nunca compró un vestido de novia, estábamos Cinch y yo mirándonos eternamente los rostros, ella totalmente despojada de sus dientes de esmeralda, de sus éxitos y sus barbaridades, de sus golpes, yo despojada de mi desdicha. O ella con la cara despintada sobre la almohada de satín, yo sobre la almohada de satín contigua, en un cuarto de hotel que estaba en el lugar más in de la Arcadia, con música de pájaros en la ventana y flores, claro. Mis fantasías con Cinch durante la vejez de Medalla fueron sofisticándose, volviéndose más y más imposibles. Mi senilidad es la única felicidad que me ha quedado después de tanta y tantísima desdicha, tanta vida maldita, tanto sin sentido… y créanme, amigos, es mucha, es demasiada felicidad saber que la muerte me traerá a mi Cinch, que ella se parará ahí al final del umbral, me extenderá la mano y me llevará directito a su casa, donde tiene deliciosos guisos, bordados hermosísimos, un jardín imposiblemente cultivado, una ventana que da a un sagrado cerro, donde nacen animales maravillosos por los cuales ha valido la pena sacrificar a tantos hombres.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Tú sabes que este es uno de los capitulos que tiene una belleza verdadera y que más me gusta?

Ya me gustaría leer el nuevo que viene en el número gordo de C.U.

Fénix

Anónimo dijo...

Tiene razón el felix, este me gusta bastante del amazon party