lunes, 14 de enero de 2008

Camus y Bogart, por Santiago Martin




Tuberculoso y fumador tenaz, débil, demacrado con frecuencia, el argelino Albert Camus, uno de los grandes escritores en lengua francesa del siglo XX, vivió y escribió obsedido por el sol. El sol es fuente de bondades y felicidades sin fin, y puede ser fuente del mal (casi enceguecido por el sol Mersault, el personaje de El extranjero, asesina a un hombre; otro hombre acude a un lugar soleado y se hospeda en el hostal de su hermana y su madre sin decirles quién es (por lo que brota El malentendido), sólo para ser asesinado por aquellas mujeres, dedicadas a robar y matar a sus huéspedes). Pero más la penumbra parece ser el ambiente de su obra, si pensamos en su solemnidad a toda prueba y a la gravedad de sus asuntos. De sonrisa esquiva, el escritor Albert Camus, tal como muchos de sus personajes, está mejor bajo la lluvia, más a sus anchas, bien abrigado, nostálgico, evocativo. Su amor al sol es la búsqueda de la infancia perdida en Argelia, en las canchas de futbol. El presente fue el conflicto: la guerra, la libertad amenazada, la disputa ideológica. Sus horas mejores serían nocturnas, y lo fascinaron las iluminaciones teatrales y los neones callejeros. Se sintió a gusto en Broadway, hace medio siglo, cuando fue a Nueva York a arreglar asuntos de la editorial Gallimard y quedó encantado al descubrir, como dice en una carta a un amigo: “¿Sabes cómo me llaman las chicas de Vogue: ¡The young Humphrey Bogart! Ya lo sabes, podría obtener un contrato de cine cuando quisiera.” El biógrafo francés Olivier Todd registra que en 1953 Camus recibe de Londres un regalo: un impermeable Burberry, que le da la facha de Bogey. Escribe a su amigo el argelino: “Tantos bolsillos, presillas, correas, etcétera, colman la más antigua de mis nostalgias. […] Tengo un aire divinamente tough, que, como sabes, es mi ideal en esta vida.” Años más tarde dirá “Soy una mezcla de Fernandel, de Humphrey Bogart y de samurai”. Lo cierto es que predominó en él el aire áspero que tanto anheló, ese tono duro que escondería vastas regiones tiernas e incandescentes. Desconozco la voz camusiana pero, como todo el mundo, puedo imaginarla. Y la imagino parecida también a la del héroe solitario de Casablanca, al personaje de veras inolvidable de Tener y no tener o de El halcón maltés. Guillermo Cabrera Infante contó alguna vez cómo se imaginó un cinéfilo español a Bogart. Relató su sorpresa al escuchar lo que escuchó en el sonido original de una película, no doblada como se acostumbra en las salas ibéricas. “¿Era esa voz gangosa, nasal y con un ceceo atroz la voz de Humphrey Bogart?” Era aquella voz lo que hacía “reconocible”, al decir de Cabrera Infante, al actor estadounidense. Aquella voz… y sus ojos, su mirada. “Los ojos de Bogart son su característica más sobresaliente: ojos gachos, tristes…”, una característica seductora, distintiva, acorde con los tiempos, de un aire que remite sin dificultad a la atmósfera existencialista, según la concebía el gran público, que poseen identidad y señalan la cuota justa de desapego, de pasión y distancia. Camus, hombre inteligente y hombre de escenarios, no podía dejar pasar aquella vecindad de aspectos.
Bogey cayó víctima de sus excesos. Al morir, ahora hace 50 años, dejaría vacío para siempre un sitio en el cine mundial y en la mitología del siglo XX. Fue un hombre querido, por amigos como John Huston, y mujeres como la bella Laureen Bacall. Con su velocidad admirable y eficaz narra Cabrera Infante la conjunción de las vidas paralelas de Camus y Bogart. “Los muchos tragos y la poca comida acabaron con su vida [la de HB]: murió de un cáncer de esófago. Su compañero de tragos y de películas, John Huston, se asombró de la fama de Bogart en los círculos intelectuales de Francia. Estaba en París, cuenta Huston, en una cena donde conocí a Audiberti, el filósofo y dramaturgo italiano, un erudito, que me dijo: Querría hablar con usted a solas. Me sentí halagado, honrado... Creía que íbamos a tener una discusión seria sobre filosofía, pero todo lo que quería era que yo le hablara de Bogey. Fui uno de los primeros en hablar con Bogey en el hospital y le conté lo de Audiberti. Estaba encantado. Más encantado estaría de haber sabido que Albert Camus había modelado su imagen con Bogey en mente. Llevó su parodia hasta usar un impermeable ajado que se anudaba con el cinturón sin hebilla. Camus confiaba que había traído a más mujeres a su cama por parecerse a Bogart que por sus escritos”.