viernes, 31 de marzo de 2017

Mentira

El sueño: tú y yo deambulábamos por diferentes lugares, el campo, caminos pedregosos, a veces íbamos en una camioneta grande, había otras personas con nosotros, ambos nos tratábamos con indiferencia, casi nunca nos hablábamos, como en la realidad. Mas llegó una escena inusitada entre aquella rutina, te acercas a mí, me tomas la cabeza con ambas manos y me dices: “te amo realmente”, yo te respondo: “yo también”, y lo siento con tanta intensidad que esa respuesta me suena a poco. Tu “te amo realmente” me sorprende tanto que no puedo evitar darme cuenta de que acabo de caer en una trampa de mi subconsciente y te amaré después del sueño, después de que todo esto acabe, te amaría aún si nos quedáramos mudos, ciegos y sin cuerpo. Entonces lloro porque es mentira, me doy cuenta, me despierto.

La realidad después del sueño: cuando estás presente todo mi ser se vuelca hacia tu ser y no puedo fingir. Cuando te vas me siento desconsolada y hago rabietas y me lanzo a la calle para hacerte regresar. Cuando intento dormir mi alma se empeña en salir de mi cuerpo para ir a buscarte. Cuando estoy despierta y te mueves cerca de mí esa misma alma necia, controladora, no me deja quitarte los ojos de encima. Ahora no sé cómo salir de mi propia trampa aunque sé que todo esto  es mentira.

miércoles, 29 de marzo de 2017

No te preocupes por mí




Soy una mezcla irreconocible, pastosa, en algunas partes áspera, como carne en pergamino. Estoy envuelta en una tela color amarillo que parece vieja, de una vejez sumeria. Veo a mi madre envejecida junto a mi. Yo estoy perfectamente presente, con estas piernas y estos brazos que se han, a su vez, convertido en pergaminos, aun latiendo de vida, intentando meter debajo de la tierra mi cuerpo.
Entre mi madre envejecida y yo hay un entendimiento que nos dice que debemos cavar juntas. Le digo “menos mal que ahora estoy aquí para ayudarte”, mi madre se empecina en abrir el agujero con una pala y yo la secundo, entre las dos abrimos un hoyo lo suficientemente grande como para hacer entrar mi cuerpo de pergamino. Lo metemos, lo cubrimos de tierra. Nos alejamos a paso lento, profundamente entristecidas por mi muerte. Cuando pasamos al jardín posterior de la casa, donde fui enterrada, lo veo florecer súbitamente, hileras de canteros crecen ante mis ojos y yo le grito a mi madre, eufórica, que mire aquella maravilla, aquel jardín convirtiéndose en un paraíso terrenal. “Mira, mamá, ¡las flores!,” de pronto el jardín es perfecto. Su única imperfección es un pequeño y viejo auto color terracota que espera estacionado afuera de la casa, mi padre al volante. Mi madre simplemente no puede percatarse de la presencia del paraíso y yo, cada vez más eufórica, empiezo a  elevarme por los cielos como solía hacer en mis sueños de viva y grito: “Madre, mira como vuelo igual que cuando estaba viva”, “¿te acuerdas de que cuando estaba viva también volaba?”, pero mi madre sólo se dirige tristemente hacia el viejo auto donde mi padre, visiblemente compungido, la espera. Yo desciendo de los cielos y me acerco a ella, está ya a punto de arrancar el motor que nos alejará para siempre. Yo, triste pero ecuánime, le toco fuertemente la ventanilla, ella al fin voltea como percatándose, serena y atenta a mi presencia: “Madre, si piensas que te voy a molestar, no te preocupes, eso nunca va a pasar”. A lo que mi madre responde con una mirada haíta, más urgida por partir junto a mi padre que de escuchar mis muertas preocupaciones.





miércoles, 15 de marzo de 2017

Ya no sueño que vuelo (fragmento)


Llegaste hasta la redonda ventana de mi cocina, que es, dicho sea de paso, uno de los tantos mandalas que he trazado en mi casa para que los seres del sueño puedan entrar a ella. Temblabas, tus plumas estaban mojadas, me mirabas con una especie de alegría tímidamente triunfal: llegaste volando hasta mi domicilio desconocido, por la noche, en tu primer vuelo, por amor a mi, por la fuerza de tu noble espíritu. Cuando te despertaste mi figura desdeñosa ya no estaba ahí, el mandala que tracé en la pared para voladores había desaparecido y en su lugar estaban los azulejos verde oscuro del baño de tu recámara, un cansancio profundo, una depresión de tercer grado, varios botes de pastillas, el vívido recuerdo del sueño, la duda apenas permisible de que aquello hubiese ocurrido realmente, en un plano distinto a este, tan físico y brutal, pero más aparentemente imposible, el sudor frío, el miedo, el amor.

lunes, 13 de marzo de 2017

Inclasificable


 Siempre habrá algo que se salga de la norma, que sea inaudito o ingobernable, algo que se desborde.
La clasificación de las plantas sirvió para cultivar algunas y alimentarse de ellas. Pero también sembró una devaluación de aquellas que no ofrecían ninguna utilidad práctica al hombre, quien, en su paso, ha ido borrando de la faz de la tierra todo aquello que ha considerado inútil y lo que ha considerado útil, lo ha explotado desmesuradamente, con iguales resultados. Los principios de la utilidad y la inutilidad son regentes de la clasificación en sus orígenes.
El hombre tiende a habitar en aldeas donde prácticamente todo está clasificado, calificado, valuado y medido.  Siempre ha sentido la necesidad imperiosa de agruparse, de agrupar, de seleccionar. Las propias aldeas y ciudades son resultado de una serie de agrupaciones. 
Somos, pues, como una sarna que avanza por la piel de un desdichado perro.
El arte –en sus años mozos-  tenía un número más o menos limitado de clasificaciones, porque la historia se gestaba a una velocidad menos vertiginosa que hoy. Nuestra propia sociedad lleva un rumbo que es en sí mismo inclasificable. Hoy ha dejado de ser posible entrar en materias precisas sobre el futuro. La información deviene en cataratas todos los días, la producción de noticias sobrepasa las expectativas de la historia, los cálculos de Marx; las conclusiones de aquel anónimo francés dieciochesco que vio el mundo en el año 2440, como un tiempo en el que al fin los carruajes dejarían de salpicar de lodo los vestidos de las damas en París… el asombro de Valery por las dimensiones de la técnica... Y aquello que nos fuera tan útil para englobar los pequeños universos de cosas que hay en el mundo, nos sirve ahora –en el verdadero mundo del capital-  para seguir agrupando universos cada vez más microscópicos.
Hace realmente pocas dácadas la producción cinematográfica era escasa y tenía una más clara posibilidad de generalizarse, o de agruparse luego en pequeñas élites o escuelas. Sin embargo  siempre –desde su inicio- ha tenido un sentido  más vanguardista que las artes más clásicas. Entonces, en un despropósito de sus consecuencias, el cine ha generado monstruos incalculables –de fama, de culto, de fanatismo, de ganancias monetarias, de rareza, de inclasificabilidad... Lo inclasificable es en sí mismo una agrupación. La palabra es el principio clasificador, porque permite nombrar cada universo encargado de crear las realidades, y permite ponerle una etiqueta –luego entonces- clasificarlo. Hace años incontables parecía que todo era nombrable, asequible para la memoria; y había arquitectos, pintores, zapateros, carpinteros, escultores... ¿Pero qué pasa con aquello que por más que busque no consigue quedarse en ningún globo?¿qué pasa cuando no hay forma de insertar lo creado en ninguna de las manchas, de las agrupaciones? ¿Qué pasa con aquella cosa que no es ni planta, ni es bicho, ni es aparato, ni es una de las corrientes del arte, ni es juego, ni es en serio, ni está de moda, ni deja de estarlo?¿Qué pasa cuando no podemos definir el origen de algo o alguien?¿se vuelve extraño?... Intentaremos encontrarle pronta, urgentemente, una etiqueta.

Balita

Imagínense que la editora, cuando nadie la ve, se pone a luchar con un Morten ausente y monstruoso, a veces hace gestos de verdadera angustia y no lo puede evitar; pero eso sólo le pasa cuando cree que nadie la puede ver, no sabe que está siempre bajo mi férula.
Morten es un caso de inocencia absoluta, nada me hará cambiar de idea. Hay que buscar una solución que lo libere de la ira de una mujer obsesionada por no sé qué esencia indescifrable que posee su cuerpo de hombre despistado y ausente.
Les he dicho que Morten es escritor, yo no soy una crítica literaria, no puedo decirles si es bueno o malo, pero dedica una buena parte de su tiempo a esta actividad. Se la pasa soñando con la mujer a quien ha de amar verdaderamente y tiene una vida sexual poco gratificante. Hizo una carrera en su natal Nojuega; un país lejano y desconocido que no juega un papel importante en la economía mundial, que no produce grandes artistas, que no posee siquiera algún rasgo cultural conspicuo y milenario; gana un sueldo regular como investigador, no es un profesionista ni un mínimo destacado. Su cabeza está en escribir, por lo demás, tampoco es un escritor ni un mínimo destacado. No puedo decirles si su cabeza es buena o mala, lo que sí puedo decirles es que tiene cara de estúpido, que es hogareño y melancólico, que ama el te de azahar y las galletas de canela, que es inocente de todos los agravios que la editora le imputa y que no merece morir. La marca que pone a Morten en un riesgo mayor es una de las novelas que escribió; Riesgos mayores; de un modo mordazmente casual esta obra narra detalles íntimos de la vida de una mujer que parece la descripción perfecta de la editora. El muy estúpido no sospecha que está en peligro. 
Bueno, tendré que dejarlos de vez en cuando en lectura de la verborrea de la editora, porque a veces me canso y me voy a dormir, a veces duermo durante más de un capítulo, a veces vengo rapidito a contarles algunos datos candentes sobre Morten y la editora. (En La bala enamorada)

miércoles, 8 de marzo de 2017

Los intocables (fragmento)

Quisiera ampliar los metros de distancia entre el mundo y yo. Y saber. Sé que desapareceré, así mi sistema me lo ha planteado: moriré. Vivir mata todo. 
        No entenderé nunca por qué las personas pueden engendrar tanto odio, pueden destazar a otras personas por odio y luego decir que fue por su Dios, y así limpiarlo. Yo sé que muchos saben que Dios existe, comparten conmigo esa certeza, y yo les voy a contar porqué supe que Dios existe sólo porque sé que no se burlarán de mí. Ocurrió una madrugada, yo dormía en la caja de una cámper en un estacionamiento de un hotel, rumbo a la Ciudad de México, en Oaxaca. Un cerro se había deslavado dejando caer una gran piedra que bloqueaba la carretera y no se podía avanzar, no había muertos, pero en un pueblo metido en la sierra todo tarda mucho tiempo en moverse. Salvo los políticos, esos sí que se mueven rápido y andan siempre muy despiertos. Sonó el radiodespertador con una canción muy triste, de un cantante de esos españoles guapetones que amaban a Franco. Alguien me llamó y me dijo que quería enseñarme algo, era una amiga de la escuela de artes, que quería ser coreógrafa. Me condujo a un salón de baile dentro del hotel y ahí me mostró a un grupo de bailarines lisiados que ensayaban maravillas con sus cuerpos. Yo me quedé fascinada ante tal espectáculo y le pregunté a mi amiga cómo podían hacerlo. Mi amiga no dijo nada y entonces una luz cayó abruptamente sobre mi mollera y escuché una voz que no se oía. Esa era la voz de Dios. Sé que es una idea cursi, pero responde a ciertas inquietudes estéticas que me han venido machacando el seso desde temprana edad, desde el día en que me puse a escribir mis primeras líneas sabiendo que era un acto inútil, como todos los actos,  como el acto sublime de un Dios que dice cosas que no se escuchan. Inútil para la ciencia como un Dios que existe aunque no lo pueda oír ni tocar. Digamos que ese descubrimiento  me ha servido para paliar, para acompañar confortablemente -como un buen piloto de parapente que comparte su termal- mi angustia por la inutilidad de todo.
        Paso tanto tiempo con la mirada metida en la pantalla que imagino que terminaré habitándola totalmente, sin percibir mi reflejo en el monitor. Cuando pienso en el interior de una computadora ideas tersas llegan a mi mente. Quizá ese pensamiento me condujo a tomar uno de los empleos que más tiempo exigen ante un monitor: el de editora. Mi cabeza, debo decirlo, a causa de tanto y tanto tiempo vivido ante la máquina, posa ahora sobre un cuerpo menos atlético que el de hace años, pero me defiendo bastante.
             Hay una sobredosis de autores, escuché decir el otro día a mi colega en una junta, haciéndose el muy listo; hay algunos que son tan malos como buenos, hay otros que son más malos que buenos, algunos son buenos, sin duda, pero no podemos publicarlos a todos, así que tenemos que elegir a los mejores de los buenos y luego expurgar hasta que el presupuesto rinda y si los autores pagan sus ediciones les damos prioridad, aunque sean malos. Todos seguimos como siempre las instrucciones al pie de la letra, actuamos como nos enseñaron en la empresa. Nuestra empresa, como ustedes podrán intuir, publica sólo basura. Trato de hacer lo mejor que puedo con ella, a veces la reescribo, la dejo un tanto presentable como para sentirme una hormiga orgullosa de su trabajo.
           Cuando no soy una hormiga orgullosa me monto sobre el viento, donde recibo golpes violentos de aire caliente y asciendo hacia la montaña, siento el zarandeo de alarma en el trapo, que se tensa y se afloja, como mi temple. Y los otros: esas entidades intocables como dioses, que giran junto a mí.





lunes, 6 de marzo de 2017

El guionista del miedo

Fui un niño maltratado, mi madre no era de esas ternuritas que se conformaban con aventarte una débil chancla a la cara. No. Mi madre estiraba un gancho para colgar la ropa, metálico, y con él me daba duro en las piernas, justo en el alto muslo, para que incluso el corto short de deportes del colegio lo ocultara. Yo tenía ahí largas líneas rojas, líneas que se renovaban día a día, eso me hizo retraído, enojado, cansado. En la escuela la maestra repetía una y otra vez: No lo logras, y yo regresaba a la casa diciéndole a mi madre: no lo logro. A lo que ella respondía con un par de ganchos más a mis muslos, con una fuerza calculada y profundamente dolorosa. Yo no lo lograba. 
         Cuando un día en la escuela escribí mi primer guión teatral la maestra se quedó tan horrorizada que mandó llamar a mi madre, sin poder explicar una sola palabra de lo que había leído, sospechado y temido en mi guión sólo acertó a decirle: su hijo tiene problemas y es necesario que vea a la directora. Lo mismo había dicho mi vecina, en el edificio de departamentos, cuando arrojé a su domo -visible desde el quinto piso- a uno de los noventa gatos que tenía nuestra maniática casera.
Su hijo tiene graves problemas, repitió la cándida directora mirándome a los ojos, ostensiblemente molesta, yo mantuve la mirada firme y maliciosamente. Sentí como un chisguete de miedo recorrió sus rasgos, su gesto  se descompuso por un momento y detuvo su soliloquio castigador, metió freno, sus labios temblaron tratando de esbozar una sonrisa que quiso decir: Su hijo tiene graves problemas, pero si sigue pagando las colegiaturas por adelantado lo seguiremos recibiendo. Cuando vi esa sonrisa quedé más que intranquilo, ¿será que acaso la directora no puso atención suficiente a mi guión?, ¿comprendería realmente las señales de precoz genialidad y alarma que emití en él?, ¿por qué demonios no me corren del colegio?.
          Lo cierto es que el guionismo sería mi arte en el futuro, ese lunes por la tarde lo decidí, nunca me había sentido tan satisfecho con mi autoestima como cuando mis palabras provocaron aquella reacción, el día glorioso en que pasé de “no lograrlo” a “tener graves problemas”.
Cuando llegamos a casa mi madre hizo dos líneas nuevas en mis muslos, dos en cada uno para ser exactos.

El viernes pasado yo había entregado a mi profesora un guión en el que todos los adultos de mi vida terminaban muertos en formas violentas y meticulosamente contadas. Así empezó mi carrera vertiginosa hacia el cine gore.