sábado, 1 de septiembre de 2007


El aliento

Estás empezando a desesperarme. Hace más de dos horas que estoy derramándome sobre ti sin recibir respuesta, nada pasa, nada. Sólo esta espera inmóvil fuera de mi turbulencia. Te arriesgas a que mis ojos de lupa terminen incendiándote. Quiero ver alguna señal de que este no es un acto solitario, algún rumor saliendo de ti, pero sólo veo absurdos y surgen de mí.
Aquí en la antesala soy lo que quieres que sea; un paciente que espera tu voz mientras escribe.
Al fin la recepcionista habla,”es su turno, señor”.
Te cierro de golpe, más tarde nos veremos, te sacaré un respuesta.
Entro al consultorio y verifico las señales de vida. El doctor es un tipo extremadamente cortés cuyos ojos solemnes parecen habituados a un camino invariable: de la casa al consultorio, su nariz puntiaguda aspira con una precisión matemática y sus labios, tensos e impávidos, ceden una apertura de siete milímetros a un conjunto de palabras breve, pausado, perfectamente coherente. Su cuello, por el contrario, palpita con irregularidad y su piel, pálida en rostro, se sonroja ligeramente ahí, esto se debe a que el nudito de su corbata está más apretado de lo recomendable. Sus dedos ejecutan movimientos injustificados, incluso cuando escucha en silencio mis confesiones. En una escala de vitalidad del uno al cien, él alcanzaría una posición por encima del treinta, esto gracias a la notable puntuación que le aporta su nerviosismo dactilar.
Empieza cuestionando mi egocentrismo, mis repeticiones constantes de la palabra yo. Me pregunta si hice el ejercicio que me dejó la sesión pasada, le digo que no, que estuve ocupado, que no puedo perder el tiempo en contar cuantas veces digo la palabra yo, que no puedo hablar de otro que no sea yo, y que no conozco un tema de conversación más vasto que yo. Me cuestiona sobre la realidad de los otros: le digo que mi realidad se impacta frecuentemente contra sí misma y que, por cierto, mis yos han sufrido serios descalabros. Le digo que no soy un ególatra, que también amo otras cosas y que de hecho, nunca me he amado más que a ellas.
Entonces contraataca.
“Hábleme de su vida amorosa”
Es un tipo listo, me ha hecho esa petición muchas veces, sabe que oculto algo.
Trato de escapar, emprendo mi huida hasta el diván, me concentro en su superficie gris y descubro cierto brillo vital ahí y entonces tallo y tallo y antes de conseguir que la felpa me responda con sus múltiples saludos eréctiles, el doctor me pide cortésmente que deje de hacerlo y que proceda a hablar sobre mi vida amorosa.
Para darle por su lado comienzo por repetirle la historia de mi padre, de mi madre, de mi hermano, de mi abuela, de la regadera. Pero antes de dejarme continuar me embosca.
“¿Estableció usted relaciones amorosas con algún miembro de su familia?”, “no”, “¿No?, hábleme sobre su vida amorosa”. Tengo entonces que confesar, débilmente, que el amor es una de mis más derrengadas obsesiones, que me he visto atormentado por la pérdida de libertad que conlleva en todos los sentidos; si amo a una mujer tengo que ser extremadamente delicado, renunciar a mi naturaleza de animal enfermo, esa es la actitud más apropiada. Introducir un miembro en la vagina de una mujer ha sido el acto más brutal que he cometido. Muchas veces, lleno de culpas, después de coger con una mujer, solía imaginarla con otra, en su estado ideal, introduciendo sus dedos en una entrepierna más que reconocible, rememorando las noches en que, antes de mi absurda intromisión, se procuraba el placer más puro de su vida. Pero su tonta heterosexualidad la había llevado a desear mi burda compañía, a consentir que le rompiera la carne.
Si amo a un hombre puedo ser todo lo brutal que desee, aunque nunca he deseado serlo demasiado, actuar sin remordimientos, hacer y dejar hacer en una acto equilibrado. El amor homosexual es, dentro de una habitación, un acto perfectamente justo, más si salgo a la calle, si salgo a la calle y en un acto de complacencia agorafóbica nuestras caderas, mórbidamente masculinas se juntan y vemos a otros amantes; piezas que encajan en la ortodoxia y la epidermis, distintas a nosotros, siempre atentando en coplas sobradas de espacio y de rebabas, si salgo a la calle...
El doctor irrumpe: “pensé que el problema de su homosexualidad” estaba resuelto. Mi mente sufre un tormento terrible en ese instante; tres preguntas me agujeran el seso; ¿Es un problema que, como todo hombre, quiera dibujar mi ira en el cuerpo de otro hombre?, ¿Amar a una mujer, esa que se la pasa comiendo manzanas, es la solución?
Mis problemas empezaron el día en que empecé a enamorarme del jabón y terminé eliminándolo en el baño más caliente que me he dado en la vida, y se hicieron mayores cuando me enamoré del retrete y, después de emborracharme y vomitarle todo lo que podía darle mi corazón al suyo, me envió una cruel corriente que llevó mis entrañas al inframundo. Luego me enamoré de la cuadra de enfrente, de sus altas banquetas arboladas, fui su fiel novio indigente hasta que una fálica mole de dieciocho pisos y medio me suplantó y tuve que cruzar la calle y mirar su obsceno cortejo hasta que otros amores igualmente imposibles me distrajeron.
Es terriblemente desgastante susurrarle palabras de amor a una cosa que jamás nos retribuirá, que permanecerá inmutable ante nuestro derretimiento y además, ¿qué tal si la cosa sí quiere?, ¿es posible imaginar la injusticia de un amor sitiado en la no existencia?. No puedo seguir, no puedo, no sé hasta donde han llegado mis palabras; a estas alturas seguramente el doctor me ha descubierto, sabe quién soy, pero ¿quién soy?.
Una voz desde la recepción me lo recuerda: “su tiempo terminó”. Soy un paciente que sale del consultorio, que aprieta la mano del médico mientras dice hasta luego y piensa, piensa que todos están equivocados y se pregunta; ¿porqué el doctor afirma que es un síntoma esquizofrénico pasar por la calle y esperar que ésta se queje, que dé vuelta al frente, que dé una respuesta?, ¿porqué el doctor dice que los muros, los envases de plástico o los cuadernos no pueden gritar, romper al unísono su silencio mitómano?, seguramente porque está equivocado; es incapaz, como todas las cosas, de darme una respuesta satisfactoria, una respuesta que no se desfonde con el peso de una manzana. Entonces, en esa euforia castrada por el altavoz, vuelvo a ti, a nuestro devastado tálamo de papel; lo siento, he sido duro contigo, pero tienes que entender: sólo te quedan algunas páginas para vivir, estoy empezando a desesperarme, si me dijeras algo yo conocería el significado de la vida, dejaría de pensar. Pero te callas, dejas que mi sudor se derrame sobre ti. Amigo, responde, ¡que respondas!, se te están acabando las entrañas, ¡grita!, ¡que grites!. Haz algo por el amor de dios, aprovecha esta oportunidad.
Entonces, en la jaculatoria gráfica de la última página, irrumpe tu voz carrasposa, tal como la imaginé; voz de papel reciclado, esa voz me transforma en lo que tú y el doctor querían que fuera: un hombre feliz. Me detengo bruscamente para escucharte. “señor, está usted rasguñándome la espalda con su pluma, por favor deje de escribir”.