miércoles, 27 de febrero de 2008

Seducciones múltiples de Ana Clavel


La de la narradora y ensayista Ana Clavel es una de las trayectorias más sólidas de las de los escritores de nuestros días. A esa solidez cada nuevo libro suyo suma brillantez, una inquietante gravedad o imantación. Aquella trayectoria comenzó a fines de los setentas o principios de los ochenta con un pequeño libro, publicado en una breve colección de la Secretaría de Educación Pública en la que también irrumpieron ante el público Óscar de la Borbolla y Pablo Soler Frost entre otros autores que luego se consolidarían. Los tres, por cierto, son de edades distintas: De la Borbolla andará por los cincuentaipico, Soler Frost rondará la cuarentena y Ana Clavel es unos años mayor que este último. A los tres los une una sola cosa, que es de mucha importancia: la inteligencia, un afán de dar a sus historias un sentido que no por desquiciado o hilarante (el caso de De la Borbolla) no deja nunca de ser intelectualizado (especialmente en lo que corresponde a Ana Clavel).Si en nuestro tiempo parece haberse puesto de moda una llamada “literatura femenina”, historias escritas por mujeres que tendrían ciertos rasgos en común, Ana Clavel parece navegar a contracorriente. No es la suya una literatura hecha para el gran público, una literatura cómoda o una que se ciña a los mecanismos eficaces de cierta narrativa (sobre todo estadounidense). Es en cambio una literatura que, librando toda confusión desde luego, no elude las dificultades, unos problemas que proceden directamente del núcleo mismo de sus narraciones. Ana Clavel ha puesto en el corazón de sus noches luminosas el deseo en su sentido más real —si puede hablarse así. No es tanto que describa sus manifestaciones (cosa que suele ocultar más que revelar los pliegues de ese deseo) sino que construye detenidamente sus resortes.Todo mundo sabe, y Freud vino a ponerlo sobre la mesa, que el deseo mueve a los hombres y las mujeres. Lo registra la Biblia y la mitología griega circula alrededor de sus efectos numerosas ocasiones. Se sabe también que el deseo, de tan común, es empeñosa, callada o fieramente escondido durante siglos en la sociedad. Si el poder ha de controlar, tiene que ejercer el control de ese motor ubicuo y no poco poderoso él mismo. (De ahí, como ejemplo mayor, la institución del matrimonio y la familia —pero ésta es otra historia.) Aún ahora, en días en los que reina la imagen, aplastando la imaginación y uniformando las sensibilidades probables, el deseo ha devenido mercancía, fuente de pacata bobería, asunto de la vanidad más descentrada (al respecto convendrá leer la magnífica novela El agente morboso, de Rowena Bali, recientemente puesta en circulación por Cultura Urbana/Universidad Autónoma de la Ciudad de México), aún ahora el deseo continúa siendo más un agente alienante que un impulso liberador. Y justo por aquí anda la narrativa maestra de Ana Clavel. Justo por aquí pasa y se detiene y se desdobla y se tiende tenue y poderosa una mirada comprensiva y desconcertada, anhelosa, deseosa y pausada.En Las Violetas son flores del deseo Ana Clavel alcanza una espléndida madurez. Se trata de una novela compleja, perturbadora, que deslumbra y hace llevar la mirada a mundos diversos. Un mundo: el de las ideas. La inteligencia de la narradora Ana Clavel no aparece solamente en el montaje estructural de su novela —diestro, calculadamente preciso— sino en la propia expresión de ideas, que surgen aquí más como aforismos que como ensayos, de modo que sitúan y dan peso específico a lo que se relata, sin lastrarlo. Dan aire y hacen tocar tierra. Son ideas que brotan para registrar el mundo del personaje central de la novela, un hombre que desde niño fue perturbado por el primer motor de toda vida: su mirada incesante, captadora de caracteres, intenciones ocultas, sueños postergados, realidades contundentes.En el comienzo de la historia el personaje central evoca la figura de un antiguo profesor. Un profesor común y corriente que de pronto ve cómo su vida cambia. ¿Qué quiere decir que una vida cambia? Lo sabe bien un novelista. Lo sabe y lo dice a la perfección la novelista Ana Clavel: la vida cambia cuando el que la vive reconoce su destino. No es gratuito por ello que el personaje central recuerde a Tántalo y sus deseos nunca cumplidos. Lo supieron bien los griegos: todo en la vida es una búsqueda, y no por otra cosa los poetas saben que los sueños no han de cumplirse nunca. ¿Qué otra cosa más que una asunción puede significar el cambio de una vida? Al reconocer que tengo un destino, me doy cuenta de que todo lo que no sigue su sentido es meramente distractor, desvíos inocuos. Así fue la infancia de este personaje, que quiso ser alejado de ese destino por su familia, avisada pero no alarmada lo suficiente ante los signos que entonces comenzaban a mostrarse.Como en todo lo esencial de una vida, el cambio que sobrevino en la del personaje central provino de la mirada. Una mirada compartida, por él —un adolescente en la escuela— y su profesor. El objeto de la mirada son tres ninfetas que juegan libremente, aunque hayan sido sometidas a castigo, empapándose en el patio. Una de esas niñas es una adelantada, una especie de guía involuntaria, de resorte hacia nuevas realidades. Se llama Susana Garmandia, una mujer tan real como puede ser el mundo entero y tan en la sombra como son los sueños imprecisos e intrincados, contundente y esquiva, evanescente y rotunda en su fragilidad vegetal y húmeda. Un trabajo final pide a sus alumnos el profesor. Escribe el personaje: “…después de probar e intentar miles de veces, Tántalo, por fin consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, debió de quedarse inmóvil a pesar del hambre y de la sed, sin mover los labios para apresar un trago de agua, o sin estirar la mano para alcanzar la codiciada fruta que, cual joya preciosa, pendía de la copa del árbol más cercano. Casi derrotado, alzó la mirada hacia los cielos. Tal vez, arrepentido, iba a clamar perdón a los dioses. Pero entonces descubrió en la punta de la rama una nueva fruta temblorosa, apetecible, que crecía suculenta pero imposible para él. Y debió de maldecir e injuriar a los dioses cuando comprendió que con el simple acto de mirar el tormento se reavivaba ferozmente en su entraña”.El trabajo de su padre lleva al personaje central, de nombre Julián Mercader, a un mundo que parece haberle designado el destino (mucho más claro en sus indicios de lo suele suponerse): una fábrica de muñecas. No he podido dejar de pensar en Luis Buñuel al ir leyendo esta historia fascinante. Por dos motivos: ya siendo un hombre viejo, Buñuel decía que sentía gozosamente liberado del deseo; el segundo es el del deseo mismo del cineasta, expreso especialmente en su disfrute de las piernas femeninas (las de Rita Macedo por ejemplo) y en la versión fílmica de Ensayo de un crimen en la paciente y enfebrecida y fiel reproducción en maniquí del rostro y el cuerpo de Miroslava, la mujer que en vez de ser víctima terminó siendo la mujer amada. Hay, por cierto, una mirada especial, lúbrica, encendida, a las piernas hermosas, perfectas… del maniquí, que no de Miroslava, en una de las grandes escenas de la película. Y es el maniquí, y no Miroslava, quien acaba en el horno, quien es asesinado, en un crimen perfecto: muere la muñeca, nace la mujer. En la novela de Ana Clavel las muñecas van engrosando el mundo de juego perverso de Mercader, si entendemos por perverso lo que se va por rumbos distintos a los habituales. Las muñecas llegan a confundirse con las mujeres de carne y hueso, son material de los sueños, las muñecas son mujeres, las mujeres son muñecas. El deseo discurre en la superficie de aquel mundo imposible. Todo parece en efecto imposible porque todo es terriblemente real. Todo es, y todo es deseo. Y es imposible cumplir todo deseo. Y es imposible dejar de desear porque ningún deseo puede ser el último. Le sucedió al hermano del gran escritor uruguayo Filiberto Hernández, el autor de Las Hortensias, novela de culto. Aquel hermano aparece en la novela por ser un trabajador afín a Mercader: un trabajador del deseo, un cultivador de muñecas, un enamorado de las mujeres que se multiplican. Las mujeres se multiplican tanto como el deseo. La verdadera transgresión, una transgresión sin límites, más allá de toda norma, de toda ley, un viaje hacia todo lo factible, todo lo deseable, comienza entonces en ese íntimo poder del deseo: crear la vida, además de sufrirla y de gozarla.
Ana Clavel, Las Violetas son flores del deseo. Alfaguara, México, 2007; 131pp.

lunes, 18 de febrero de 2008

Oración imperativa


Ven hoy

puntualmente a la puerta de mi casa.


Cumple tu papel

en este vaticinio

que yo -lo juro-,

nunca planee escribir.


Párate en la puerta de mi casa.