Quisiera ampliar los metros de distancia entre el mundo y yo. Y saber. Sé
que desapareceré, así mi sistema me lo ha planteado:
moriré. Vivir mata todo.
No entenderé nunca por qué las personas pueden
engendrar tanto odio, pueden destazar a otras personas por odio y luego decir
que fue por su Dios, y así limpiarlo. Yo
sé que muchos saben que Dios existe, comparten conmigo esa certeza, y yo les
voy a contar porqué supe que Dios existe sólo porque sé que no se burlarán de
mí. Ocurrió una madrugada, yo dormía en la caja
de una cámper en un estacionamiento de un hotel, rumbo a la Ciudad de México,
en Oaxaca. Un cerro se había deslavado dejando caer una gran piedra que
bloqueaba la carretera y no se podía avanzar, no había muertos, pero en un
pueblo metido en la sierra todo tarda mucho tiempo en moverse. Salvo los
políticos, esos sí que se mueven rápido y andan siempre muy despiertos. Sonó el
radiodespertador con una canción muy triste, de un cantante de esos españoles
guapetones que amaban a Franco. Alguien me llamó y me dijo que quería enseñarme
algo, era una amiga de la escuela de artes, que quería ser coreógrafa. Me
condujo a un salón de baile dentro del hotel y ahí me mostró a un grupo de bailarines lisiados
que ensayaban maravillas con sus cuerpos. Yo me quedé fascinada ante tal
espectáculo y le pregunté a mi amiga cómo podían hacerlo. Mi amiga no dijo nada
y entonces una luz cayó abruptamente sobre mi mollera y escuché una voz que no
se oía. Esa era la voz de Dios. Sé que es una idea cursi, pero responde a
ciertas inquietudes estéticas que me han venido machacando el seso desde
temprana edad, desde el día en que me puse a escribir mis primeras líneas
sabiendo que era un acto inútil, como todos los actos, como el acto sublime de un Dios que dice cosas que no se escuchan.
Inútil para la ciencia como un Dios que existe aunque no lo pueda oír ni tocar.
Digamos que ese descubrimiento me ha servido para paliar, para acompañar
confortablemente -como un buen piloto de parapente que comparte su termal- mi angustia por
la inutilidad de todo.
Paso
tanto tiempo con la mirada metida en la pantalla que imagino que terminaré
habitándola totalmente, sin percibir mi reflejo en el monitor. Cuando pienso en el interior de una
computadora ideas tersas llegan a mi mente. Quizá ese pensamiento me
condujo a tomar uno de los empleos que más tiempo exigen ante un monitor: el de
editora. Mi cabeza, debo decirlo, a causa de tanto y tanto tiempo vivido ante la máquina, posa ahora sobre un cuerpo menos atlético que el de hace años,
pero me defiendo bastante.
Hay
una sobredosis de autores, escuché decir el otro día a mi colega en una junta,
haciéndose el muy listo; hay algunos que son tan malos como buenos, hay otros
que son más malos que buenos, algunos son buenos, sin duda, pero no podemos
publicarlos a todos, así que tenemos que elegir a los mejores de los buenos y luego expurgar hasta que el presupuesto rinda y si los autores pagan sus
ediciones les damos prioridad, aunque sean malos. Todos seguimos como siempre las instrucciones al pie de la letra, actuamos como nos enseñaron en la
empresa. Nuestra empresa, como ustedes podrán intuir, publica sólo basura. Trato de hacer lo mejor que puedo con ella, a veces la reescribo,
la dejo un tanto presentable como para sentirme una hormiga orgullosa de su
trabajo.
Cuando
no soy una hormiga orgullosa me monto sobre el viento,
donde recibo golpes violentos de aire caliente y asciendo hacia la montaña, siento el zarandeo de alarma en el trapo, que se
tensa y se afloja, como mi temple. Y los otros: esas entidades
intocables como dioses, que giran junto a mí.
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