miércoles, 8 de marzo de 2017

Los intocables (fragmento)

Quisiera ampliar los metros de distancia entre el mundo y yo. Y saber. Sé que desapareceré, así mi sistema me lo ha planteado: moriré. Vivir mata todo. 
        No entenderé nunca por qué las personas pueden engendrar tanto odio, pueden destazar a otras personas por odio y luego decir que fue por su Dios, y así limpiarlo. Yo sé que muchos saben que Dios existe, comparten conmigo esa certeza, y yo les voy a contar porqué supe que Dios existe sólo porque sé que no se burlarán de mí. Ocurrió una madrugada, yo dormía en la caja de una cámper en un estacionamiento de un hotel, rumbo a la Ciudad de México, en Oaxaca. Un cerro se había deslavado dejando caer una gran piedra que bloqueaba la carretera y no se podía avanzar, no había muertos, pero en un pueblo metido en la sierra todo tarda mucho tiempo en moverse. Salvo los políticos, esos sí que se mueven rápido y andan siempre muy despiertos. Sonó el radiodespertador con una canción muy triste, de un cantante de esos españoles guapetones que amaban a Franco. Alguien me llamó y me dijo que quería enseñarme algo, era una amiga de la escuela de artes, que quería ser coreógrafa. Me condujo a un salón de baile dentro del hotel y ahí me mostró a un grupo de bailarines lisiados que ensayaban maravillas con sus cuerpos. Yo me quedé fascinada ante tal espectáculo y le pregunté a mi amiga cómo podían hacerlo. Mi amiga no dijo nada y entonces una luz cayó abruptamente sobre mi mollera y escuché una voz que no se oía. Esa era la voz de Dios. Sé que es una idea cursi, pero responde a ciertas inquietudes estéticas que me han venido machacando el seso desde temprana edad, desde el día en que me puse a escribir mis primeras líneas sabiendo que era un acto inútil, como todos los actos,  como el acto sublime de un Dios que dice cosas que no se escuchan. Inútil para la ciencia como un Dios que existe aunque no lo pueda oír ni tocar. Digamos que ese descubrimiento  me ha servido para paliar, para acompañar confortablemente -como un buen piloto de parapente que comparte su termal- mi angustia por la inutilidad de todo.
        Paso tanto tiempo con la mirada metida en la pantalla que imagino que terminaré habitándola totalmente, sin percibir mi reflejo en el monitor. Cuando pienso en el interior de una computadora ideas tersas llegan a mi mente. Quizá ese pensamiento me condujo a tomar uno de los empleos que más tiempo exigen ante un monitor: el de editora. Mi cabeza, debo decirlo, a causa de tanto y tanto tiempo vivido ante la máquina, posa ahora sobre un cuerpo menos atlético que el de hace años, pero me defiendo bastante.
             Hay una sobredosis de autores, escuché decir el otro día a mi colega en una junta, haciéndose el muy listo; hay algunos que son tan malos como buenos, hay otros que son más malos que buenos, algunos son buenos, sin duda, pero no podemos publicarlos a todos, así que tenemos que elegir a los mejores de los buenos y luego expurgar hasta que el presupuesto rinda y si los autores pagan sus ediciones les damos prioridad, aunque sean malos. Todos seguimos como siempre las instrucciones al pie de la letra, actuamos como nos enseñaron en la empresa. Nuestra empresa, como ustedes podrán intuir, publica sólo basura. Trato de hacer lo mejor que puedo con ella, a veces la reescribo, la dejo un tanto presentable como para sentirme una hormiga orgullosa de su trabajo.
           Cuando no soy una hormiga orgullosa me monto sobre el viento, donde recibo golpes violentos de aire caliente y asciendo hacia la montaña, siento el zarandeo de alarma en el trapo, que se tensa y se afloja, como mi temple. Y los otros: esas entidades intocables como dioses, que giran junto a mí.





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