Tan acostumbrada estaba a las interminables peroratas de Cinch que me había vuelto lacónica, a veces las personas pensaban que era muda o idiota. Pero un día no pude contener mi coraje, el cual terminó por liberarse gracias a las largas terapias de chisme y desenfado que pasé junto a aquellos renovadísimos compañeros de adolescencia. Entonces tracé una estrategia; busqué a La Andrógina y le solté una larga cadena de palabras bien articuladas, sin que se me trabara la lengua. Varios días antes estuve ensayando como me comportaría en el reencuentro; frente al espejo calculé cada uno de mis gestos.
Coloqué una grabadora en mi gabardina azul eléctrico y grabé todo lo que hicimos y hablamos. Transcribo a continuación lo que le dije:
–El día que me convierta en lo que tú quieres ya no voy a ser tuya, Cinch. No te tengo envidia, no quiero ser como tú, a mi me gustan los hombres imperfectos, no los voy a matar por ese mundillo tuyo, en el que yo soy sólo carnada, a penas un pastelito para tus leones. Mis ojos no han visto una Arcadia tan bella como la tuya; yo crecí en una selva, caminé sobre una hierba crecida que me cortaba las pantorrillas, más tarde caí en una playa infernal en la que me enfermé, mi vida ha sido una cadena interminable de catástrofes. Mi nacimiento fue registrado en la ciudad de Guaguá y tuve a penas la fortuna de conocer la gloriosa ciudad de Medalla, también conocí La Gran Copa y La Manga, pero a Golina no he llegado aún. Terminé de crecer en el parque, frente a los testículos del Chulo de Viades y junto a ti, ¿ya no te acuerdas?
Cuando terminé mi discurso La Andrógina quedó tan apabullada que se lanzó a mis brazos, como solía hacer cuando se le quitaba lo macho, cuando se le ablandaban los músculos. Me plantó unos besos desesperados y cuando intentó meter su mano bajo mi gabardina encontró la grabadora, entonces me plantó un fuerte puñetazo en la sien y me dejó en el piso, todo quedó registrado sin que ella hiciera el menor gesto de apagar el aparato, al contrario, lo aprovechó dejándome un mensaje:
-La próxima vez que te vea, pinche Cata, te rebanaré las dos chichis, maldita, maldiiiiiita, maaaaalditaaaaaa…!
Varios meses después me encontré ante la sonrisa de un médico de unos treinta y seis años, con la piel muy morena y barba de candado, los dientes blancos y derechos y un narcisismo encantador y desquiciante, si es que ambos adjetivos pueden juntarse; era mi amigo Roco. Un ejemplar que estaba como para acercarse a él, escucharlo hablar dos o tres minutos y echarlo a la jaula de los leones; si no hablaba podía recibir el breve beneficio de una bella amazona. Tenía un defecto tan conspicuo que merece ser mencionado en el primer sitio de esta larga cadena de defectos que es Roco: poseía una visión muy inflada de sí mismo. Por tal creía sinceramente que él, con ese cuerpo a penas librado de la obesidad y esos gestos tensos y apresurados, era nada menos que el Semental Cinco Estrellas o su equivalente. En su escasísimo y desconocido mundo yo no tenía espacio suficiente.
En ese momento no había entendido muy bien los designios que aún, pese a todo, seguía dictándome el recuerdo de La Andrógina. Esos designios, debo decírselos, no eran alcanzables para mí, a penas nacida en el infeliz anonimato de la realidad. No podía acceder a ese mundo; ella era la personalidad vampirizante de la envidia de lo que yo jamás podría ser. Ella era, al fin, la única emisaria de mi Arcadia.
Actualmente sigo siendo fiel a la doctrina de que callo calado hace más callo, y el sufrimiento a mis setenta y tres años me las pela, me podría caer de un tercer piso y me valdría madres pasar otros siete meses en el hospital, me valdría madres que Cinch me mandara al carajo otra vez, me valdría madres que mi madre me dejara abandonada en una ranchería hostil, y que mi abuela me golpeara otras doscientas veces o que me diera por enésima vez mi chupón. En fin, en aquel entonces yo apenas había cumplido los veintitrés.
Cuando Roco me miró a los ojos sentí que se me retorcía el vientre, sus manos eran excesivamente pesadas y su exploración me lastimaba. Como médico no estaba mal; algo suponía yo de terapéutico en el maltrato de los doctores. Cuando el toqueteo cesó me miró como si mi salud le importara más que nada en el mundo y se lanzó a pronunciar palabras de aliento como si yo realmente estuviera enferma, me consoló como si mi sufrimiento fuera insoportable, cuando en realidad yo me sentía en una posición más afortunada que la suya. Cinch me había contagiado su soberbia, me convirtió en una versión inferior a ella pero superior a Roco. Este desprecio profundo y sincero que le guardaba me ayudó a solventar mi pena. Estar con Roco, pues, era una tortura necesaria que me ayudaba a curar las heridas acumuladas durante seis meses.
Después de mi absoluta recuperación y alta, Roco me invitó a cenar. Fue de lo más desesperante sentarse a platicar con él:
–En estos momentos debes sentirte muy mal, yo lo entiendo, ahora mismo debes necesitar que yo te abrace… así te gustaría estar. No dejes que ningún hombre vuelva a usarte, para luego irse con su mujer y dejarte a ti golpeada, hecha polvo, carajo, ¡Qué mal te ves! –sonreía, me miraba a los ojos, su iris temblaba ligeramente, intentaba decirme que él estaría a mi lado para siempre, para protegerme, a no ser porque su esposa no le permitía amar a otra a quien se tirara. No le impedía, pues, que se tirara a otra. Este necio monólogo se repitió en diversas variantes durante la cena. Roco no comprendería jamás que yo no me sentía en lo más mínimo atraída por él; puesto que era sin duda lo que Cinch llamaría carne para los leones. Lo último que Roco podría imaginar a causa de su complejo de Semental Cinco Estrellas era que yo estaba sufriendo por una Andrógina, mucho más mujer que hombre, a quien no le valían un pito las esposas, ni los hombres, ni yo, y que era capaz de golpear con cinco veces más fuerza que él, que me había mandado al hospital ya en treinta ocasiones y que yo, con la esperanza de recuperar mi vida una vez más, lo consultaba a él porque su tortura médica me resultaba exorcizante.
Después de evadir su intento por besarme lo despedí con toda diplomacia, –no olvidando el golpecito en la espalda– y salí del local sin permitirle hablar más, se rió socarronamente. Roco, pese a sus grandes defectos, era un gran amigo.