Habían realizado el trabajo suficiente como para escapar del destino cuantas veces quisieran y si un día les daba algún capricho lo llevaban a cabo con alegría. Sabían que en esta vida es posible hacer cualquier cosa; que matar es bueno y que robar es divertido.
Tenían que rendir cuentas al padre por sus actos, esto no ocurría casi nunca: eran casi libres. Pero sabían que de la mirada del padre no escaparían.
Traían siempre los bolsillos llenos de dinero y nunca recordaban de donde había salido. A veces acudían al banco en ropa deportiva y con mano armada antes de ir al club. En el club eran recibidos siempre por caras nuevas y amistosas. Pasaban la mayor parte del tiempo paseando y besándose por los rincones del jardín de la casa de campo. Ellos tenían una casa de campo en todas las ciudades. Siempre lo olvidaban todo, tenían una naturaleza desinformada del caos.
Una sola cosa perturbaba su idilio: ella comía manzanas. Cuando lo hacía armaba disparates: perdía el estilo. Le daba por salirse de la casa de campo, y en lugar de dirigirse al club, se dirigía a alguno de los barrios bajos, armaba un escándalo que despertaba a toda la cuadra y el asunto acababa en matanzas sangrientas. En las temporadas que la adicción cobraba todo el día, o el mes, o el año, hasta los asaltos dejaban de ser divertidos.
Tenían que rendir cuentas al padre por sus actos, esto no ocurría casi nunca: eran casi libres. Pero sabían que de la mirada del padre no escaparían.
Traían siempre los bolsillos llenos de dinero y nunca recordaban de donde había salido. A veces acudían al banco en ropa deportiva y con mano armada antes de ir al club. En el club eran recibidos siempre por caras nuevas y amistosas. Pasaban la mayor parte del tiempo paseando y besándose por los rincones del jardín de la casa de campo. Ellos tenían una casa de campo en todas las ciudades. Siempre lo olvidaban todo, tenían una naturaleza desinformada del caos.
Una sola cosa perturbaba su idilio: ella comía manzanas. Cuando lo hacía armaba disparates: perdía el estilo. Le daba por salirse de la casa de campo, y en lugar de dirigirse al club, se dirigía a alguno de los barrios bajos, armaba un escándalo que despertaba a toda la cuadra y el asunto acababa en matanzas sangrientas. En las temporadas que la adicción cobraba todo el día, o el mes, o el año, hasta los asaltos dejaban de ser divertidos.
En estado manzahánico hablaba con necedad sobre la muerte, él temblaba cada vez que insinuaba el tema. “¡Mira!, ¡ya me tienes hasta el tope con tus mentiras!, ¡mira!, ¡mira!”, y se arrojaba una y otra vez de la azotea de la casa, “¡mira!”, “¡mira!” y se cortaba las venas, mientras él corría a buscar la gasa. Hasta que en uno de esos intentos por demostrar que la muerte era sólo una mentira ella entraba en coma.
Cuando regresaba había sufrido una transformación radical, encontraba siempre a su amor con los ojos hinchados al pie de la cama. Tras esto venía comúnmente un periodo de larga felicidad que jamás era olvidado. “Otra vez las manzanas”, “sí” y reían. La paz y el amor volvían a reinar en los nuevos jardines. Volvían a los altos barrios y recuperaban sus vidas. Sin embargo era frecuente que en los jardines de las casas de campo apareciera un manzano a arruinarlo todo. Entonces él mandó podar todos los árboles.
Un día llegó una crisis terrible. El encontró manzanas escondidas en un lugar insólito de la casa; poco a poco fue haciendo hallazgos hasta dar con hectáreas interminables de manzanares. Ella había afinado a tal grado su técnica del engaño que ya poseía su propia envasadora de mermelada de manzana. Se sintió tan lastimado que quiso quitarse la vida.
Cuando regresaba había sufrido una transformación radical, encontraba siempre a su amor con los ojos hinchados al pie de la cama. Tras esto venía comúnmente un periodo de larga felicidad que jamás era olvidado. “Otra vez las manzanas”, “sí” y reían. La paz y el amor volvían a reinar en los nuevos jardines. Volvían a los altos barrios y recuperaban sus vidas. Sin embargo era frecuente que en los jardines de las casas de campo apareciera un manzano a arruinarlo todo. Entonces él mandó podar todos los árboles.
Un día llegó una crisis terrible. El encontró manzanas escondidas en un lugar insólito de la casa; poco a poco fue haciendo hallazgos hasta dar con hectáreas interminables de manzanares. Ella había afinado a tal grado su técnica del engaño que ya poseía su propia envasadora de mermelada de manzana. Se sintió tan lastimado que quiso quitarse la vida.
Las manzanas eran menos temibles cuando a la gente le daba por matarse en los barrios bajos.
Una tarde ella lo invitó de picnic a un manzanar particularmente perverso, y ahí, justo debajo de un árbol se quitó la ropa. Él se sintió avergonzado. Entonces ella sacó de la canasta un sándwich de mermelada de manzana y se lo ofreció. Empezó a hablar con una frialdad que lo dejó atónito: “La muerte es una mentira, entiéndelo de una vez”, no consiguió que él cediera al encantamiento. Entonces sacó un frasquito de manzana pulverizada, tampoco consiguió nada. Una manzana petrificada, nada. Sólo conseguía que él temblara de miedo. Entonces acudió a la falta de control, como hacía siempre que algo no le salía a su capricho. Empezó a arrojarle a la cabeza los frascos de las distintas presentaciones de mermelada de manzana que traía en la canasta del picnic, y con los vidrios rotos se cortó las venas una y otra vez; “¿Ya ves imbécil?, siempre seré más lista que tú, no me dejas comer manzanas porque sabes que así se me quita lo tonta, ¡Que te tragues el sándwich!, ¡tú y tu puta muerte son una farsa!, ¡ándale, ve por tu gasita!” y siguió sacando frascos de la canasta, y siguió cortándose la venas.
En esta ocasión él se quedó quieto y cansado, ya no hizo ningún esfuerzo por salvarla. Este cansancio dictó el triunfo de la manzana sobre la voluntad del hombre.
Ella ablandó entonces la estrategia; dulcemente lo condujo hacia el fondo del manzanar, donde había colocado velas e incienso (con esencia de manzana), entonces con la boca untada por un encantamiento lo devoró a besos. “Mi amor, ¿verdad que la muerte es una mentira?”, le preguntó, “si”, respondió él. Entonces se escuchó el reclamo estridente del padre, quién más tarde mandó destruir los jardines.
Una tarde ella lo invitó de picnic a un manzanar particularmente perverso, y ahí, justo debajo de un árbol se quitó la ropa. Él se sintió avergonzado. Entonces ella sacó de la canasta un sándwich de mermelada de manzana y se lo ofreció. Empezó a hablar con una frialdad que lo dejó atónito: “La muerte es una mentira, entiéndelo de una vez”, no consiguió que él cediera al encantamiento. Entonces sacó un frasquito de manzana pulverizada, tampoco consiguió nada. Una manzana petrificada, nada. Sólo conseguía que él temblara de miedo. Entonces acudió a la falta de control, como hacía siempre que algo no le salía a su capricho. Empezó a arrojarle a la cabeza los frascos de las distintas presentaciones de mermelada de manzana que traía en la canasta del picnic, y con los vidrios rotos se cortó las venas una y otra vez; “¿Ya ves imbécil?, siempre seré más lista que tú, no me dejas comer manzanas porque sabes que así se me quita lo tonta, ¡Que te tragues el sándwich!, ¡tú y tu puta muerte son una farsa!, ¡ándale, ve por tu gasita!” y siguió sacando frascos de la canasta, y siguió cortándose la venas.
En esta ocasión él se quedó quieto y cansado, ya no hizo ningún esfuerzo por salvarla. Este cansancio dictó el triunfo de la manzana sobre la voluntad del hombre.
Ella ablandó entonces la estrategia; dulcemente lo condujo hacia el fondo del manzanar, donde había colocado velas e incienso (con esencia de manzana), entonces con la boca untada por un encantamiento lo devoró a besos. “Mi amor, ¿verdad que la muerte es una mentira?”, le preguntó, “si”, respondió él. Entonces se escuchó el reclamo estridente del padre, quién más tarde mandó destruir los jardines.
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