Haber nacido dentro de esta dimensión significa ser dueño de un trozo de
carne viva, capaz de alimentarse y realizar acciones tendientes a mantener la
vida dentro de sí. Nosotros tuvimos la buena o mala suerte de nacer con un
cuerpo humano, pero pudimos ser un rinoceronte o una libélula, imaginen lo que
quieran.
El caso es que para estar aquí e interactuar
con nuestro entorno el único requisito indispensable es ser dueño de un cuerpo.
La vida es, pues, por cualquier lado que se le vea, una cuestión de
privilegios, y tener un espacio de carne qué habitar es uno de ellos. Todo
aquel que sea dueño de un cuerpo tiene la obligación moral o no, de protegerlo.
Debe ser dueño, además, de los recursos necesarios para que no se muera por
hambre o por enfermedad.
Nuestras sociedades, además, han erigido al
cuerpo como emperador del consumo. La mayoría de los planes publicitarios
incluyen uno o más cuerpos, cuya presencia se materializa en uno o más modelos.
El cuerpo libre de defectos será el principal candidato para representar al
mercado. Muchos, quienes tienen la suerte de vivir en paz, provistos de
alimentos y hasta lujos, luchan encarnizadamente para conseguir el cuerpo
perfecto. Ese mismo con el que también sueñan los diseñadores de ropa, zapatos
y accesorios. Se agotan en sesiones de gimnasio, hacen rigurosas dietas, se
someten a dolorosas operaciones. Pero suelen olvidar que más que estar bello,
el cuerpo tiene como primicia estar vivo.
En las sociedades de consumo se ha perdido la
capacidad para sobrevivir en caso de perder la casa o el coche, -los cuales, al
final, no son más que extensiones del cuerpo mismo, diseñadas para protegerlo y
hacerlo más veloz- En todo caso, esta capacidad se le exige al sistema. El
sistema ideal es aquel que ha absorbido la capacidad de supervivencia de sus
habitantes. Los habitantes del sistema actual no deben la supervivencia de sus
cuerpos a la caza o la pesca, ni mucho menos a la agricultura o la recolección;
un derrumbe del orden a partir de una catástrofe natural está muy lejos del
alcance del sistema y haría patente la incapacidad de supervivencia de sus
habitantes y de sus cuerpos. La naturaleza y sus desastres tienen un poder
inconmensurable ante el cual el cuerpo es una entidad endeble. Por otro lado la
vida en sociedad conlleva altos riesgos para el cuerpo.
El instinto de conservación ha llevado a las
especies a ingeniar el sofisticado sistema del placer en la reproducción. Las
bacanales fueron la manifestación más clara del culto a los placeres del
cuerpo. No sólo eran festejos, sino el aliciente que soportaba el duro trabajo
que conlleva la construcción de una gigantesca civilización. El momento del
festejo le da sentido al trabajo, que por cierto, también es cosa del cuerpo.
Todo rose del individuo con su exterior es asunto del cuerpo. El cuerpo
hedonista tiene, como segunda prioridad, justo después de la supervivencia, la
procuración del gozo. El falo es el más venerado de los iconos del cuerpo.
Llama la atención que en nuestras culturas madres haya habido tantas
representaciones de falos, que van desde las pequeñas figuras de hombrecillos
de barro de enormes penes que caracterizaron a la cultura maya, hasta las
gigantescas tallas en madera, semejantes a edificios, que desfilaban por las
calles de Alejandría o Roma durante ciertas procesiones y bacanales. Casi
trescientos años antes de Cristo un cronista de nombre Kalixeinos de Rodas
relata una procesión en la que vio jalar un enorme falo dorado cuya estatura en
metros superaría a un edificio de más de quince pisos. Este culto ha sido el más
glorioso y privilegiado de todos los cultos.
En la actualidad, la mercadotecnia del placer
sexual reconoce al hombre como su principal consumidor. Ya no se exhiben
aquellos enormes penes por las calles. Sin embargo, las mujeres -que en mayoría
conforman su aparato, diseñado para el hombre heterosexual-, trabajan
arduamente para que sus cuerpos relucientes posen ante cámaras fotográficas, de
cine y televisión, o, en casos menos afortunados, se deslicen por tubos metálicos
al centro de un escenario. Se desviven, pues, los sistemas, a lo largo de los
siglos, para seguir rindiendo al pene un culto, para seguir montando espectáculos,
especialmente ensayados para provocar la erección, que evocará el estado ideal,
que evocará a nadie menos que a Dionisio, en principio, y atraerá copiosos
capitales, fundamentalmente.
El cuerpo es el receptor de las viseras, músculos
y huesos que hacen posibles sus acciones. El cuerpo es receptor, además, del
pensamiento, del deseo y la apariencia. El cuerpo -una vez superadas todas sus
necesidades fisiológicas- guarda un importante espacio de sus preocupaciones en
la vestimenta. El cuerpo bien vestido es otra de las características del ideal
publicitario. El cuerpo vestido para la ocasión es la carta de presentación
ante una sociedad que observa y juzga. La moda ha llevado incluso a ese mismo
cuerpo al ridículo. El cuerpo, pues, ha sido no sólo una víctima de la guerra,
el accidente, la catástrofe o la hambruna, sino una víctima de la moda. El
cuerpo vestido y victimizado por su propia vanidad, manifiesta, además, una identidad.
El cuerpo desnudo ha sido signo de grandeza
para algunos; los dioses y los hombres de alto rango se retrataban desnudos en
la Grecia y la Roma Antiguas. El cultivo del cuerpo, su belleza y su fuerza,
fueron prácticas sistemáticas de las cuales se desprende la institución de los
juegos olímpicos. Mucho tiempo después de esta época dorada del cuerpo,
sobrevino la institución del Cristianismo, y a partir de él cierta pérdida de
la valoración del cuerpo y sus posibilidades hedonistas. El cuerpo fue entonces
el receptáculo del alma, en cuya existencia se fundamentará lo único
verdaderamente valioso, la posibilidad de ascender al plano divino, en total
desposesión de una carne ya para entonces ampliamente desdeñada. Durante la
Edad Media el mundo occidental se pobló de estrafalarios y santos ermitaños
cuyas historias, de una precariedad corporal más bien mórbida, recorrerían la
literatura de palmo a palmo, y así llegaron a nuestros días. Se sabe, por
ejemplo, que San Besarión nunca se acostaba, que Santa Eufracia simplemente no
se bañaba, que San Simeón cuidaba con esmero a las larvas que le retoñaban en
la piel, que él mismo escoriaba. El menosprecio del cuerpo convirtió la
desnudez, imperial y divina para los clásicos, en una condición del desamparo,
y la humillación.
En los años que corren la desnudez no se
muestra por pudor, y quienes la muestran con fines sexuales no son muy bien
vistos socialmente. Digamos que, la desnudez está bien, sólo si tiene un fin
artístico. El affaire que tienen últimamente ciertos sectores con la pornografía,
ha traído una más clara aceptación masiva de la desnudez, aunque estos sectores
sean masas aún subrepticias. La exhibición del acto sexual ha sido también una
práctica común –aceptada o no- en las sociedades; los carnavales y las orgías,
han sido cosa de todos los tiempos. No estamos diciendo que eso esté bien.
Creemos que la pudicia y la reserva son prácticas mucho más sensatas que la
perdición y la obscenidad. Los medios proclaman la importancia de la unidad en
la familia, la iglesia reprueba la promiscuidad. Algunas de estas proclamas son
realmente sinceras, muchas otras sólo son superficiales.
El cuerpo, además es un encubridor; posee una
piel que lo viste, diseñada a la medida. En décadas recientes, a ciertos
artistas les ha dado por exhibir el cuerpo en una forma muy distinta de lo que
se hace en las bacanales o de lo que se hace en los prostíbulos. Ya en el
Renacimiento, cuando la ciencia y el conocimiento profundo del cuerpo
despuntaron, nació un científico, Friederich Ruysch, quien echó mano de las técnicas
de embalsamamiento recién descubiertas y montó en el salón posterior de su
casa, la exposición de una serie de personajes de carne y hueso humano;
muertos, claro está, a quienes embalsamó cuidadosamente y luego vistió
caprichosamente y colocó en situaciones cotidianas, e incluso graciosas. Con la
reciente técnica de la plastinización, descubierta en la década de los setentas
por un científico que habría de consolidarse también como artista plástico:
Gunther Von Hagens, se puede conservar el tejido de los cuerpos sin que sufran
deterioro alguno y bajo condiciones de relativamente poco cuidado, durante
muchas décadas. El cuerpo, bajo el concepto de este científico artista, se
inmortaliza y se convierte en una obra de arte perenne. Hasta nuestro país llegó
una famosa exposición de cuerpos plastinizados, que había ido causando escándalo
y admiración, problemas éticos, morales y religiosos, con mucho éxito y por
muchos países del mundo. En este caso, el asunto didáctico es una excelente
justificación para la exhibición, lo mismo pareció ocurrir con los cadáveres
embalsamados del renacentista holandés Ruysch, que por cierto, en algún momento
fueron comprados por un ruso que los pagó a precio de oro, algunos de estos cadáveres
aun se conservan.
El asunto de la exhibición del cuerpo humano,
su desnudez y su muerte y en general los asuntos relacionados con la
carnalidad, son motivo de polémica en el mundo. El ser, al ser dueño de un
cuerpo vivo, no sólo es dueño de una existencia, sino de una individualidad.
Individualidad que lo vuelve único e irrepetible, capaz de juzgar y contemplar
el mundo desde una perspectiva distinta a la de sus semejantes. El tener una
perspectiva individual le permite estar en desacuerdo con esos mismos
semejantes. En los asuntos del cuerpo la sociedad será incapaz de ponerse de
acuerdo y menos aún, en paz; las prostitutas lucharán siempre porque sus
cuerpos puedan ser vendidos con dignidad, los drogadictos lucharán porque sus
cuerpos puedan obtener rehabilitación, o, en su caso, una digna drogadicción,
las mujeres lucharán por envejecer lo más juvenilmente que puedan, los hombres
de más de cincuenta perseguirán desesperadamente el elixir que les procure
erecciones cada vez más contundentes, los niños de la calle lucharán porque sus
cuerpos no sientan hambre y combatirán con la clásica “mona” su ansiedad por
vivir. Al contrario que las personas, muchos animales formarán parte de la
cadena alimenticia, y con milenaria resignación, dejarán que sus cuerpos sean
engullidos por otros animales.
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