La pantalla blanca de la computadora seguía expulsando manchas negras de las cuales yo era esclava.
Un buen día tuve fuerzas para levantar el culo hasta el secreter donde guardo mi preciada pistola y sin dudarlo fui y le pegué un tiro a mi computadora, la asesiné con toda mi obra acumulada por años y años y luego fui detrás del hijo de la reina, dispuesta a asesinarlo también. Muy trapaceramente, el infeliz, viendo mi cañón apuntándole directamente a los ojos, buscó rápidamente en su stock de imágenes televisivas el rostro amadísimo del Rubio Pequeño, sonriente en la pantalla. Cobardemente lo mantuvo en sus ojos hasta que creyó que yo iba a guardar el arma, le pregunté dónde podía encontrarlo: me devolvió la imagen de una conocida televisora. Cuando tuve en la mira el par de ojillos tintados de amarillo y naranja, disparé.
Cuando vi el cadáver frente a mi caí en la cuenta de que hacía muchos años no intercambiaba una palabra con nadie, puesto que desde su llegada él se encargaba incluso de lavar el coche, de pedir el súper, de tirar la basura, de todo.
Me pregunté si aquella conducta compulsivamente servicial no sería una orden perpetua de la voz mandante, que vive en todo pequeño, y que quizá él, por ser el hijo de una reina pequeña, haya heredado.
Por cierto, el matar al artefacto aquel me causó cierto remordimiento, no sé si su buena madre me lo reprochará aún.
¿Qué iba a hacer ahora?
Un buen día tuve fuerzas para levantar el culo hasta el secreter donde guardo mi preciada pistola y sin dudarlo fui y le pegué un tiro a mi computadora, la asesiné con toda mi obra acumulada por años y años y luego fui detrás del hijo de la reina, dispuesta a asesinarlo también. Muy trapaceramente, el infeliz, viendo mi cañón apuntándole directamente a los ojos, buscó rápidamente en su stock de imágenes televisivas el rostro amadísimo del Rubio Pequeño, sonriente en la pantalla. Cobardemente lo mantuvo en sus ojos hasta que creyó que yo iba a guardar el arma, le pregunté dónde podía encontrarlo: me devolvió la imagen de una conocida televisora. Cuando tuve en la mira el par de ojillos tintados de amarillo y naranja, disparé.
Cuando vi el cadáver frente a mi caí en la cuenta de que hacía muchos años no intercambiaba una palabra con nadie, puesto que desde su llegada él se encargaba incluso de lavar el coche, de pedir el súper, de tirar la basura, de todo.
Me pregunté si aquella conducta compulsivamente servicial no sería una orden perpetua de la voz mandante, que vive en todo pequeño, y que quizá él, por ser el hijo de una reina pequeña, haya heredado.
Por cierto, el matar al artefacto aquel me causó cierto remordimiento, no sé si su buena madre me lo reprochará aún.
¿Qué iba a hacer ahora?
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