sábado, 6 de septiembre de 2008

Monomanía II


Los domingos vienen cientos a escucharme, a estrujarse los trajes los unos a los otros y me creen como podrían creerle a cualquier cura. Tengo el don de contarles historias que desatan bajas pasiones, y eso les encanta, los libera. Cuando les cuento historias mi lengua se agita serenamente, sola, porque mi mente está en otra parte.
Las historias que cuento siempre hablan sobre ella. Cuando pienso en ella inmediatamente veo sus piernas, moviéndose rápidamente; el segundo elemento que veo es su cabello y abajo el rostro.
Puedo hablarles horas y horas hasta que, en mi compulsión, veo una vez más la agitación lúbrica y su cara bajo el agua.
He obtenido mucho en muy poco, tengo un templo verdaderamente grande en el que las bancas no alcanzan para sentar a todos. He vaciado los deseos que tuve en una alberca, mi realidad juega desnuda adentro, pero ella se quedó en el fondo y no la puedo sacar.
A veces les describo cómo era al final. Las mujeres se sienten especialmente atraídas por ese sermón; les hablo de la princesa del limen sentada en el borde de la alberca y recojo la llave de cristal; mi excitación por llegar al fondo me vuelve un erótico irresistible, un inconforme absoluto, y las hago arrancarse la ropa hablándoles sólo, pero me aferro al celibato. Veo una masa que crece frente a mí y luego late hasta separarse en un grupo de señoras abotonándose temblorinamente las blusas.
Qué grotescas siluetas asoman a mis ojos mientras ella, pura y bella, empieza a desvanecerse bajo el agua, sus piernas se me escapan para siempre y bajo ese temblor se me escapa toda.
A los hombres les apasiona un sermón distinto, les cuento la historia de la bella clavadista que alcanzó la fama, la gloria y la fortuna; ellos piensan quizá en un puñado de mujeres, entre ellas escogen a una, en su estado ideal, saliendo del agua, crecida de espíritu y preparada para el fornicio. Mi ardor por rescatarla me convierte en un conquistador intolerable, enemigo alevoso que ha devorado el bombón de este mundo, pero mi condición se ciñe a la paz. Veo una masa de hombres que se agolpa y de ella salen puñetazos y patadas.
Lo que nunca les cuento es lo que verdaderamente me obsesiona, pienso una y otra vez en su cabeza golpeando contra los azulejos de la alberca; una y otra vez, pienso en la mancha que se extiende en el lienzo azul, pienso en sus piernas agitándose violentamente en el momento final, pienso en sacarla, pienso que puede existir alguna forma, algún modo, alguna esperanza. Quizá si la tomara de las piernas que se asoman y jalara y jalara, quizá si vaciara toda el agua, o me arrojara yo, o colocara un colchón mágico justo en el azulejo que dio contra su cabeza, quizá si también me reventara el cráneo en un rapto de éxito rotundo.

Con las primeras manchas de sangre la masa se fragmenta y los hombres, desorientados, aliviados de sus bajas pasiones, van a casa y se entregan fielmente a su rolliza brazada, mientras yo sigo ideando la forma de sacarla.

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