Entré al Facebook porque un amigo me invitó. Descubrí que hay miles de personas inscritas y eso me llenó de curiosidad. Antes me habían invitado varias veces a estas llamadas redes sociales y nunca entré. De pronto un día me empezaron a llegar correos de cientos de chicos de una red llamada Tagged. El caso es que un tanto desconcertada empecé a revisar dichos correos: un fulano de tal escribía mi nombre y me echaba una breve y atrevida flor, unos tipos totalmente incomprensibles me piropeaban en turco. Hasta que un mail de un fulano me decía algo así como: “U, n your profile, r number one here in tagget...” Totalmente conmovida por el hecho, la foto del gringo abordante en cuestión y los piropos en turco, me puse a revisar qué demonios estaba pasando. El caso es que por no sé qué misterio, varias fotos mías estaban subidas a un perfil que indicaba mi nombre, mi sexo, una edad que no era mi edad real, etc. No supe como llegué hasta ahí, pero por el asunto de los turcos no me fui. Terminé conociendo a un grupo de hermosos estambulies, a los cuales fui descartando conforme su falta de inglés, su falta de inteligencia, sus fotos estúpidas, su excesiva insistencia o cualquier otra cosa, me iban irritando. Terminé quedándome con Ersel, Orhan, Ogun, Opy, etc.
El mismo término Facebook me sonó temible, pero como un amigo me invitó, entré. A una velocidad más lenta que en Tagget –donde he sido un hit-, empezaron a llegarme invitaciones de amigos que yo acepté indistintamente: señoras, maduritos, chavos de todo tipo. Con una interminable cadena de aplicaciones totalmente fruslis que uno no puede negarse a aceptar, porque vienen de amigos. De pronto, el Facebook dominó una parte íntima mi vida: empecé a revisar mi correo con una frecuencia exasperante, empecé a experimentar esa compulsividad que inutiliza tanto a seres como yo. Me preguntaba si a todos los miembros de esta extensísima red les pasaría lo mismo; esa marejada de avisos, esa plaga de inutilidades provenientes de amigos totalmente desconocidos.
Invité a mi amigo Ersel a Facebook, también invité a Fabio –un amigo que conocí en el chat público- Ahí me enteré que Fabio es un famoso regatista y que Ersel –el más deseable- es un pobre vendedor de quién sabe qué producto en una trasnacional en Estambul, su oficina es un cubículo gris con una computadora que tiene algunos papeles pegados, se recarga orgullosamente trajeado en una silla de algo que parece una felpa roja. Es guapo y joven: tiene la mirada profunda de los turcos, y esa cara angulosa, llena de picos. Fabio es rico, vive en Roma: México le parece un país sin importancia. Una vez me preguntó: ¿y qué hay que hacer en México? Besar, le respondí. Desde entonces me invita a Roma, me dice que él paga el pasaje, que las mujeres romanas son una basura y que él prefiere a una simple (sic) muchacha como yo. Quiere invitarme a pasear en su regata. Fabio es maduro, atractivo y simpático, tiene la piel siempre bronceada, los ojos azules y el cabello crespo. Cuando me toca elegir entre un hombre común y un triunfador, siempre elijo al primero. Por eso los ojos profundos de Ersel me son más tolerables que los pómulos dorados de Fabio. Por eso a Ersel lo abrazo y lo beso en Facebook y a Fabio apenas le he enviado una solicitud.
El mismo término Facebook me sonó temible, pero como un amigo me invitó, entré. A una velocidad más lenta que en Tagget –donde he sido un hit-, empezaron a llegarme invitaciones de amigos que yo acepté indistintamente: señoras, maduritos, chavos de todo tipo. Con una interminable cadena de aplicaciones totalmente fruslis que uno no puede negarse a aceptar, porque vienen de amigos. De pronto, el Facebook dominó una parte íntima mi vida: empecé a revisar mi correo con una frecuencia exasperante, empecé a experimentar esa compulsividad que inutiliza tanto a seres como yo. Me preguntaba si a todos los miembros de esta extensísima red les pasaría lo mismo; esa marejada de avisos, esa plaga de inutilidades provenientes de amigos totalmente desconocidos.
Invité a mi amigo Ersel a Facebook, también invité a Fabio –un amigo que conocí en el chat público- Ahí me enteré que Fabio es un famoso regatista y que Ersel –el más deseable- es un pobre vendedor de quién sabe qué producto en una trasnacional en Estambul, su oficina es un cubículo gris con una computadora que tiene algunos papeles pegados, se recarga orgullosamente trajeado en una silla de algo que parece una felpa roja. Es guapo y joven: tiene la mirada profunda de los turcos, y esa cara angulosa, llena de picos. Fabio es rico, vive en Roma: México le parece un país sin importancia. Una vez me preguntó: ¿y qué hay que hacer en México? Besar, le respondí. Desde entonces me invita a Roma, me dice que él paga el pasaje, que las mujeres romanas son una basura y que él prefiere a una simple (sic) muchacha como yo. Quiere invitarme a pasear en su regata. Fabio es maduro, atractivo y simpático, tiene la piel siempre bronceada, los ojos azules y el cabello crespo. Cuando me toca elegir entre un hombre común y un triunfador, siempre elijo al primero. Por eso los ojos profundos de Ersel me son más tolerables que los pómulos dorados de Fabio. Por eso a Ersel lo abrazo y lo beso en Facebook y a Fabio apenas le he enviado una solicitud.
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