Sin embargo, transcribirlo desde mi cabeza hasta el papel,
cargar con sus pesados complejos, con sus dolores y miedos internos, con su
carácter irascible, su exceso de sinceridad, sus celos retorcidos, su exceso de sí mismo; hacerlo
sentir cómodo en la hoja, ofrecerle una buena historia para que se relaje, son tareas que ya no encuentro tan sabrosas como antes.
Siempre anda apresurado, siempre anda impaciente por encontrarse con la siguiente pregunta, y nunca encuentra una buena respuesta, nunca halla una que soporte su caudal de preguntas aledañas. Todo el tiempo cuestiona mi falta de cultura, mi desconocimiento del lenguaje filosófico que intento
transcribir, mi incapacidad para formularle yo misma preguntas oportunas, que
lo enriquezcan, que le den más preguntas, como si no fueran suficientes.
Es que acaso el que mi pensamiento
sea mejor ahora -o eso diga- y yo no quiera escribirlo me hace una mala mujer. No lo creo,
yo he actuado bien, él es culpable de todo. Él se porta mal. Me
he dado cuenta de que me espía cuando duermo; luego interrumpe mi
sueño, me desvela con sus nimiedades y yo no tengo ganas de
levantarme de la cama para escribirlo.
Mientras él solamente nada en el
mar calmo de las letras que escribo, y se arrulla entre mis dedos, y termina por dormirse, yo siento
que me ahogo en su tsunami de objetos diversos, de respuestas inconexas,
de cuartillas fulgurantes pero inútiles…
Lo peor de todo esto no es que mi pensamiento sea mejor ahora, o eso diga, sino que vivo junto a él, lo necesito, y si nos divorciáramos me volvería loca.
2 comentarios:
Celebro está nueva entrada.
Que nunca cese tu voz.
Gracias Israel. Que tampoco cese la tuya.
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