El Misterio soy yo y les contaré por qué. Yo crecí en un pueblo del Estado de México y hubo
una época por allá en que los muchachos, mis amigos, se interesaron por el tema
de la lucha libre y me contagiaron de manera obsesiva el deseo de luchar, y entonces pusieron una pequeña arena donde yo iba a
entrenar hasta que un día gané un campeonato local y luego otro a nivel estatal. Me
dicen, pues, “El Misterio” porque yo de
muy chavo fui luchador y así se me quedó.
Es raro que un escritor haya sido en su pasado un luchador, pero es que una mujer me introdujo en esto que es el mundo de la cultura y la literatura. Esa mujer se llama Lourdes Grobet y es una muy buena fotógrafa y tiene una amplia serie de fotografías de luchadores y luchadoras. Se fue a recorrer todas las arenas para fotografiarnos y nosotros le dimos espectáculo. Supe que era una mujer culta y de pronto ella me invitó a algunas de las presentaciones de los libros que publicaba y en los cuales nosotros éramos protagonistas. En aquel entonces yo aun era muy joven y empático y me ponía a platicar con cuanto escritor y artista podía y entonces me hice amigo de ellos, me gustó su mundo, me hice como ellos, cree afinidades. Entonces conocí la literatura, dejé la lucha libre, agarré la peda y gané premios literarios, porque, se los juro, era condenadamente bueno, y las mujeres hermosas me amaban, pero me destruí más tarde.
Joven aún y exitoso, conocí a una rubia hermosa, me casé con ella y tuve cuatro hijos, todos varones, pero luego me separé y los abandoné porque no me importaron, sólo dios sabe porqué no los amé, sé que es terrible, cualquiera podría reprobar mi conducta. Dejé a mis rubios hijos, y La Rubia envejeció y los sacó adelante con altos rendimientos que he seguido desde lejos. Sé que aquella mujer me amaba, cuando yo la abandoné junto con nuestros hijos, justo dos años después de que sus ojos azules y esplendorosos comenzaran a apagarse, lloró un río y un mar, todo el Caribe se le fue por esos ojos que quedaron secos. La Rubia sacó fuerza de rabia y rabia de furia para continuar viviendo después de semejante traición y es que yo la abandoné por la famita incipiente que me ponía enfrente a las más lindas estudiantes universitarias sin que yo pudiera resistirme, fui un hedonista y no nací para ser padre, nací para fornicar y para escribir libros.
¿Cuánto daría hoy yo por estar vivo y escribir con una mano sólida y no con esta mano blandengue que me da la infinitud de la muerte?. Ahora estoy muerto, eso, en cierto modo, me hace aún más misterioso. La letra incansable que escucha mi soliloquio y lo escribe y lo convierte en una novela que se escribe gracias a mi gracia inanimada, es la que me da vida después de la muerte y, por ende, resuelve el Misterio. Pero, ay, como quisiera estar vivo para escribir con mano firme y no con esa mano ligera y volátil, que firmará esta historia, que la publicará con su nombre y no con el mío. El nombre de esta mano, por cierto, ese sí que es un misterio grande.
Es raro que un escritor haya sido en su pasado un luchador, pero es que una mujer me introdujo en esto que es el mundo de la cultura y la literatura. Esa mujer se llama Lourdes Grobet y es una muy buena fotógrafa y tiene una amplia serie de fotografías de luchadores y luchadoras. Se fue a recorrer todas las arenas para fotografiarnos y nosotros le dimos espectáculo. Supe que era una mujer culta y de pronto ella me invitó a algunas de las presentaciones de los libros que publicaba y en los cuales nosotros éramos protagonistas. En aquel entonces yo aun era muy joven y empático y me ponía a platicar con cuanto escritor y artista podía y entonces me hice amigo de ellos, me gustó su mundo, me hice como ellos, cree afinidades. Entonces conocí la literatura, dejé la lucha libre, agarré la peda y gané premios literarios, porque, se los juro, era condenadamente bueno, y las mujeres hermosas me amaban, pero me destruí más tarde.
Joven aún y exitoso, conocí a una rubia hermosa, me casé con ella y tuve cuatro hijos, todos varones, pero luego me separé y los abandoné porque no me importaron, sólo dios sabe porqué no los amé, sé que es terrible, cualquiera podría reprobar mi conducta. Dejé a mis rubios hijos, y La Rubia envejeció y los sacó adelante con altos rendimientos que he seguido desde lejos. Sé que aquella mujer me amaba, cuando yo la abandoné junto con nuestros hijos, justo dos años después de que sus ojos azules y esplendorosos comenzaran a apagarse, lloró un río y un mar, todo el Caribe se le fue por esos ojos que quedaron secos. La Rubia sacó fuerza de rabia y rabia de furia para continuar viviendo después de semejante traición y es que yo la abandoné por la famita incipiente que me ponía enfrente a las más lindas estudiantes universitarias sin que yo pudiera resistirme, fui un hedonista y no nací para ser padre, nací para fornicar y para escribir libros.
¿Cuánto daría hoy yo por estar vivo y escribir con una mano sólida y no con esta mano blandengue que me da la infinitud de la muerte?. Ahora estoy muerto, eso, en cierto modo, me hace aún más misterioso. La letra incansable que escucha mi soliloquio y lo escribe y lo convierte en una novela que se escribe gracias a mi gracia inanimada, es la que me da vida después de la muerte y, por ende, resuelve el Misterio. Pero, ay, como quisiera estar vivo para escribir con mano firme y no con esa mano ligera y volátil, que firmará esta historia, que la publicará con su nombre y no con el mío. El nombre de esta mano, por cierto, ese sí que es un misterio grande.
El macho, puedo decirlo abiertamente, es un chingón. Pero cuando
veo a mis colegas luchadoras del pasado, veo que ellas también se la rifaban, a
su manera, pero se la rifaban, y cuidado cuando una hembra se pone brava porque
te puede dejar muy dañado y hasta muerto. La Güera era de esas: una hembra
rabiosa capaz de amar sobre todas las cosas y matar por cada uno de los
múltiples hombres a los que amaba. Era, por decirlo de alguna manera, una
histérica santa. Pero resultó que un día un psicótico guapo con el que se metió la mató, y tuvo que pasarse del
otro lado, junto a mí. Ésta se volvió un fantasma igual que yo, y, nada tonta,
se pegó conmigo, ahora mismo lee por encima de mi hombro lo que la mano
fantasmal y anónima escribe en mi nombre.
Todo arte es un soliloquio, un diálogo íntimo, o una manifestación
de masas.
La Güera y yo nos queremos. Cuando llegó a mi plano me dio mucho
gusto, debo admitirlo, andar tan solito por acá me resultaba un poco aburrido.
Era bueno poderme encontrar con una vieja conocida. Así que le pedí que me
ayudara en mi tarea de escritor fantasma. Ella accedió encantada ¿qué otra cosa
tenía que hacer en este limbo, que en algo se parece a una arena, sólo que con
un público silencioso y macabro, desatento, indiferente? Una vez inmersos en el
mundo de la muerte y la lucha desesperada por alcanzar la ficción literaria,
teníamos que cruzar por el dantesco proceso de ponernos de acuerdo para hacer
el trabajo más fácil, salir de la pesadilla, alcanzar eso que los vivos llaman
la trascendencia e irnos de una vez por todas a descansar, a tomar daikirís y
caipiriñas a la orilla de todas las playas posibles, al atardecer, con hermosos
rubios y rubias y morenos y morenas y muchachos de todos colores posando
complacientes a nuestro lado. Eso sí, a ellas las quiero ligadas. No se aceptan
mujeres fértiles ni cero positivas en mi mundo ideal, en mi paraíso eterno. No
quiero que les nazcan chamacos o enfermedades de los cuales yo tenga que
encargarme, que compadecerme o sentir algún remordimiento por
muy mínimo que sea.
(En Tina o el Misterio)
(En Tina o el Misterio)
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