El deseo de placer reina en la catástrofe de forma indiscutiblemente
egoísta, esta verdad la ilustran novelas como Loxandra, de Maria Iordanidu, donde una mujer vive inmersa
en un pequeño paraíso familiar e ignora –o finge ignorar- lo que ocurre fuera de su casa en un suburbio estambulí durante el genocidio armenio, o bien la ilustra aquel pasaje de La peste,
de Camus, donde los habitantes de Orán se gastan lo que tienen en los
restaurantes y bares de una ciudad en cuarentena, mientas conversan sobre cosas
frusles y tratan de olvidar a sus amigos y familiares recién muertos por la peste bubónica, y recuerdo una novela más, La mancha de sal, de Emilio Zomzet, en la
cual los muchachos y las muchachas de un internado se escapan de sus separados dormitorios atestados de entidades sobrenaturales y amenazantes, sólo para
marchar despavoridos hacia el bosque y copular.
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