Yo no amaba a nadie hasta que la vi. Era apenas una sombra
diminuta caminando a pleno sol de medio día, pasaba por ahí sin que nadie la
viera hasta que yo la vi. Era una chica más bien fea que vestía unas
ropas holgadas y poco atractivas.
Un día escuché a una de mis amigas elogiar su cuerpo, el
cual yo desconocía del todo, porque nunca dejaba traslucir nada de su piel tras
los ropajes de talla grande. Yo no pensaba en su carne. Era una modesta
templanza en su mirada, en su sonrisa, lo que adoraba en ella, nunca pensé en
su cuerpo sino en su aliento, en lo que saldría de su interior. La amé cuando
creí que era mi chica invisible: menuda y lacónica bajo la luz del sol de medio
día o en las tardes de nubes.
Ya no puedo adorarla porque sin previo aviso se convirtió en
la chica más hot, empezó a salir con el soltero más codiciado del momento, es famosísima
y lejos de ser sombra brilla como un ángel blanco ante las cámaras de cine.
Antes, cuando era sombra, se conformaba con sonreírme a lo
lejos y ahora una de sus empleadas me incluye en el mailing repetitivo y lleno de clichés con el cual procura evitar
que me salga de su club de fans, que admiran su cuerpo y la luz que emana de
todo su ser y de su mente brillante.
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