sábado, 13 de mayo de 2017

De los amantes de Babel a la señora Vaughan

La construcción de la torre de Babel fue una magna obra arquitectónica que cobró dimensiones históricas inimaginables. Este suceso generaría una serie de reacciones inconmensurables en la historia antigua, se convertiría en un pasaje bíblico fundamental y encarnaría el más hondo miedo en el hombre occidental durante siglos.

Una de las leyendas en torno a la torre de Babel es aquella que habla sobre la humillación sufrida por un rey sumerio a manos de su pueblo, tal humillación era parte de un ritual anterior a su apareamiento con una diosa. Durante el ritual, el pueblo al unísono rezaba por la preservación de la vida sobre la tierra. Aquel apareamiento deja abrir una inmensa puerta a la imaginación morbosa del ser de aquel tiempo. Y a los lectores actuales nos hace figurar -en nuestra íntima imaginación- a aquella mujer voluptuosa cuya posesión debía significar el estado interior más terrorífico para el hombre capaz de perpetuarla, un sacrificio atroz en pro de la humanidad. Otra leyenda habla sobre la soberbia que empujó a los hombres a apostarse sobre la torre con el objetivo de matar a Dios con sus patéticas lanzas.  Hombres más bien conmovedores, que con toda su grandeza todo lo habían hecho mal, y por tal motivo sus almas fueron corrompiéndose. Merecían todo el terror que pudieran soportar. El Dios iracundo los masacró, destruyó sus obras, diversificó sus lenguas y los dividió para siempre. Estas leyendas, que surgieron en lo más profundo de la cultura popular judía, se difundieron por todo el mundo antiguo hasta alcanzar gran fama. Las historias que narraban la destrucción de la humanidad y con ella sus más horrorosas consecuencias, fueron quizá las más populares del mundo antiguo. Prueba de que el horror vende.
Leí hace ya varios años un libro de un joven escritor de nombre Bernardo Esquinca, que llamó mucho mi atención -publicado por Almadía, Los niños de paja- porque su naturaleza me pareció encantadora, cercana a esa figura grave que pretenden dar las primeras películas de terror y que tanta tentación producen. La octava plaga, Toda la carne, Carne de ataúd, libros de la saga Casasola del mismo autor, nos muestran una narrativa consolidada en la que el terror cinematográfico, la nota roja y el género fantástico se conjugan en un sostenido y afortunado aliento que está a punto de dar a luz una obra más: Inframundo. La literatura de terror me sedujo en forma natural y me parece que lo mismo le pasó al imaginativo y atípico Bernardo. 
Para explicar la seducción que ejerció sobre mí el lado oscuro, tendría que remontarme a una infancia demasiado temprana, durante la cual tenía un sueño incómodo; soñaba que estaba en un jardín, que ahora puedo calificar de rococó. Entonces yo veía a unos ángeles regordetes y de curvas pronunciadas, pronto me daba cuenta con espanto de que yo era una de ellos. Sentía vergüenza y unas ganas terribles de escapar  de aquel conjunto de fuentes y rosales de castilla que exhalaban dulces aromas. Todo aquello me parecía terriblemente trágico y nauseabundo. Entonces, cuando aquellas pesadillas dejaron de acudir a mi cabeza y al pude leer con mis propios ojos, me incliné por personajes contrarios a estos ángeles rococó; personajes que albergaban alguna oscura perversidad. Y en mis primeras lecturas tuve A sangre fría, El retrato de Dorian Gray y La piel de zapa… de ahí para adelante fueron Fausto, con su tan temido Mefistófeles, El matrimonio del cielo y el infierno de William Blake o una obra maravillosa del autor sueco Emanuel Swedenborg, llamada Del cielo y el infierno.
Los personajes  buenos, positivos, cool, nunca me cayeron bien, siempre me parecieron falsos. La perfección siempre me resultó demasiado ajena.
Me incliné, pues, a aquellos monstruos literarios del tipo psicológico, (aunque ya en la narrativa, me gustó experimentar –en tono de burla, con monstruos que, además, tienen una sobre naturalidad física. Saber que un psicópata era un ser posible me inquietaba. Pensar que en la realidad existían seres incapaces de comprender el terror y el sufrimiento de los demás, de las víctimas, me pareció fascinante. Pensar que había seres que por alguna circunstancia habían perdido sus neuronas espejo, me pareció seductor.
Una historia llamada El gran dios pan, de Arthur Machen, autor galés, que vivió parte del siglo XIX y casi hasta la mitad el siglo XX, me trae el recuerdo de un personaje literario y monstruoso muy peculiar: La señora Helen Vaughan, quién a lo largo de la historia adquiere nombres distintos como La señora Hebert o la señora Beaumont.  Esta señora de personalidad múltiple era hija de una bellísima mujer que en su juventud fue sometida a una operación –por un amante científico- mediante la cual sería capaz de abrir su limen mental a un nivel insospechado, y que, por una especie de inducción -nunca explicada en el texto- haría tener ante su presencia al dios Pan. La obra insinúa brutalmente que entre la mujer sometida a dicha operación y el mismísimo dios Pan hay un coito que hace engendrar a una mujer bella, fatua, extraña y perversa que causa la ruina y la muerte de muchos hombres de la alta sociedad parisina e inglesa. En esta narración hay un detalle que me sorprende: sin escribir una sola escena espeluznante, Arthur Machen  despierta  en el lector el lado morboso que entiende  e imagina  a la perfección cuando la sangre está presente en un relato. Este personaje monstruoso –mitad mujer, mitad diosa romana, insertado en las altas esferas de la sociedad inglesa en tiempos cercanos a Jack el destripador fue todo un éxito. Cómo ven, en dos tiempos muy lejanos el uno del otro, se registra en la literatura, pues, el encuentro sexual de una deidad pagana con un humano, con consecuencias catastróficas para los personajes y muy rentables para los autores en cuestión.
Los lugares comunes fueron constantes en la literatura de monstruos con la que me he topado a lo largo de mi vida. Aquellos monstruos enmarcados tan magistralmente por Tolkien tuvieron escenarios naturales imponentes, la misma niña Helen Vaughan tuvo como testigo de las primeras y misteriosas manifestaciones de su inenarrable maldad, un bosque enorme y antiguo. Las casas embrujadas fueron lugares comunes que alcanzaron a acaparar la cinematografía y la memoria del colectivo universal. La referencia a los dioses de la antigüedad son platillo frecuente en la literatura de terror del siglo que conoció Lovecraft. Los elementos de la naturaleza tienden a una profunda vinculación con los monstruos literarios; un ejemplo que no puedo evitar citar es el cuento Los sauces. Algernon Blackwood, autor prolífico pero bastante despreciado y minimizado en su tiempo, escribe un texto en torno a una gran ciénaga ubicada en cierta zona desierta y salvaje del río Danubio, en la cual crecen enormes extensiones de sauces llorones. Un par de muy cercanos amigos deciden hacer una aventurada excursión a todo lo largo de la ribera y se ven forzados a acampar en esta zona, en una movediza isla de arena en un paisaje desierto, interminable y cambiante que  infunde un profundo respeto por su belleza y su peligrosidad. En este lugar habitan seres sobrehumanos que reclaman sangre a cambio de aquella estancia molesta. Estos seres se insinúan en el texto como alguna especie que ya no encaja en el movimiento citadino y que está aun viva en las leyendas húngaras.
Hay un notable apego por las leyendas tradicionales en la literatura de monstruos. Incluso en las películas de terror encontramos sortilegios provenientes de aquello que por intereses políticos ha sido insistentemente desprestigiado a lo largo de la historia moderna; aquello que es tabú, contrario a la religión católica dominante, aquello que se forja a partir del prejuicio o la inconveniencia, que está más allá de los miedos, más allá de lo humanamente posible o permisible, más allá de la ley, etcétera.  Pero hay historias y personajes siniestros que provienen del subconsciente de su propio autor, cuya horrorosidad es toda origen de una imaginación perturbada, como fue el caso de ese otro autor, muy querido por la juventud, que es Guy de Maupassant, quien, por cierto, escribe en años cercanos a los de Arthur Machen y Lovecraft, y quien, como todos sabemos, fue víctima de la locura. En años muy cercanos al agravamiento de su enfermedad, años también muy cercanos a su muerte, Guy de Maupassant escribe sus textos más conspícuos de terror, el famosísimo El Horla, Él, Junto a un muerto, La mano, La cabellera, ¿Quién sabe?. 
¿Quién sabe? es uno de los textos de horror más conmovedores de Maupassant, la historia es muy original y honesta, escrita en el periodo previo a su total extravío mental. Escrita con un terror que no sólo concierne al personaje sino al artista mismo, que lo experimenta en carne propia. El personaje es un pequeño burgués dotado de una encantadora y tímida misantropía. De pronto ve cobrar vida y partir de su casa a todos los objetos que ha ido acumulando durante su relativamente joven vida: muebles, tapetes, obras de arte, sin poder hacer nada para detenerlos, víctima de la cínica ambición de un anticuario.
Y para finalizar volveré al tema de mis propias pesadillas; les contaré que a una edad cercana a la pre pubertad empecé a soñar inexplicablemente una serie de sueños recurrentes,  sueños terribles: en uno de ellos una hilera de cuerpos era acribillada una y otra vez por una horda de soldados enloquecidos en una playa en que la arena me golpeaba brutalmente los ojos hasta hacerlos sangrar... en otro aparecía un hombre diabólico en medio de una noche oscura y me gritaba que me quedaría ciega, en tanto arrojaba a mi cara clavos que yo apenas alcanzaba a esquivar. ¿Porqué le ocurría eso a una niña?.

El caso es que para que aquellos sueños no me lastimaran tanto empecé a escribirlos. Después supe que en el mundo existe el verdadero horror y que sólo hace falta enfrentar la realidad social para entenderlo. (Esta es una versión actualizada de un texto que escribí para leer en la UANL, Monterrey)

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