martes, 30 de mayo de 2017

Oveja prêt-à-porter


Hay un presente

customizante
y 
concupiscente

y tú eres 
el único

sobreviviente.


Si vas desnudo

y sufres hambre

mi carne cómete

y con mi piel
 vístete.

Verso apátrido

Y así comienza un verso apátrido, átono, apático… Un verso en prosa, que no tiene una intención honrosa, ni voluntad, ni valentía, ni intensidad, ni espera de la letra cosa alguna. Un verso que más que verso es laguna turbia de la inspiración, agua estancada. Un verso que no tiene musa enarbolada, ni himno, ni canción, que no quiere, ni quería, ni está enamorado, ni turbado siquiera. Un verso que no es amo ni fámulo, ni rey ni vasallo. Un verso callado, que no rehusa, ni acusa, ni de algún lado se pone, ni a alguna causa se opone. Un verso indolente, que no despierta el interés de la gente, que no se precia de ser decente, ni grosero, ni imprudente, ni oprobioso. Un verso abúlico, flemático y calmoso, que no clama, que no ama.

lunes, 29 de mayo de 2017

Sin señal


Un colmillo sobresale 
entre unos labios 
desatando mi curiosidad,
ahí me detengo 
durante un rato sin lograr 
que las palabras que lo tocan tan de cerca 
me digan lo que quiero saber. 
Nada resuelve el misterio del deseo.

martes, 23 de mayo de 2017

La vaca habla a la piedra


¿Por qué te quedas en la orilla mirando cómo abreva esta vaca?¿por qué, desde que me detuve con mis grandes ojos a mirarte, y con mi larga lengua a lamerte, piedra dulce, piedra de río, no has cambiado tu forma en lo más mínimo?¿por qué no cobras vida verdadera?¿por qué te quedas ahí inamovible y triste como la historia de siempre?¿por qué no trasciendes como carne, -como un bistec, si tú quieres- y dejas de derramar lágrimas bajo la corriente?
No tengo otro lugar a donde ir, esta orilla me sostiene. Tú eres lo único que encontré en este camino, estoy condenada a ti, a ti vendré a morir y serás mi tumba y aquí estaré, piedra, después de la sequía, después de que este río se vuelva un basurero, después de que no quede de mí ni el desdén de los buitres, ni el olvido de los gusanos.



sábado, 13 de mayo de 2017

De los amantes de Babel a la señora Vaughan

La construcción de la torre de Babel fue una magna obra arquitectónica que cobró dimensiones históricas inimaginables. Este suceso generaría una serie de reacciones inconmensurables en la historia antigua, se convertiría en un pasaje bíblico fundamental y encarnaría el más hondo miedo en el hombre occidental durante siglos.

Una de las leyendas en torno a la torre de Babel es aquella que habla sobre la humillación sufrida por un rey sumerio a manos de su pueblo, tal humillación era parte de un ritual anterior a su apareamiento con una diosa. Durante el ritual, el pueblo al unísono rezaba por la preservación de la vida sobre la tierra. Aquel apareamiento deja abrir una inmensa puerta a la imaginación morbosa del ser de aquel tiempo. Y a los lectores actuales nos hace figurar -en nuestra íntima imaginación- a aquella mujer voluptuosa cuya posesión debía significar el estado interior más terrorífico para el hombre capaz de perpetuarla, un sacrificio atroz en pro de la humanidad. Otra leyenda habla sobre la soberbia que empujó a los hombres a apostarse sobre la torre con el objetivo de matar a Dios con sus patéticas lanzas.  Hombres más bien conmovedores, que con toda su grandeza todo lo habían hecho mal, y por tal motivo sus almas fueron corrompiéndose. Merecían todo el terror que pudieran soportar. El Dios iracundo los masacró, destruyó sus obras, diversificó sus lenguas y los dividió para siempre. Estas leyendas, que surgieron en lo más profundo de la cultura popular judía, se difundieron por todo el mundo antiguo hasta alcanzar gran fama. Las historias que narraban la destrucción de la humanidad y con ella sus más horrorosas consecuencias, fueron quizá las más populares del mundo antiguo. Prueba de que el horror vende.
Leí hace ya varios años un libro de un joven escritor de nombre Bernardo Esquinca, que llamó mucho mi atención -publicado por Almadía, Los niños de paja- porque su naturaleza me pareció encantadora, cercana a esa figura grave que pretenden dar las primeras películas de terror y que tanta tentación producen. La octava plaga, Toda la carne, Carne de ataúd, libros de la saga Casasola del mismo autor, nos muestran una narrativa consolidada en la que el terror cinematográfico, la nota roja y el género fantástico se conjugan en un sostenido y afortunado aliento que está a punto de dar a luz una obra más: Inframundo. La literatura de terror me sedujo en forma natural y me parece que lo mismo le pasó al imaginativo y atípico Bernardo. 
Para explicar la seducción que ejerció sobre mí el lado oscuro, tendría que remontarme a una infancia demasiado temprana, durante la cual tenía un sueño incómodo; soñaba que estaba en un jardín, que ahora puedo calificar de rococó. Entonces yo veía a unos ángeles regordetes y de curvas pronunciadas, pronto me daba cuenta con espanto de que yo era una de ellos. Sentía vergüenza y unas ganas terribles de escapar  de aquel conjunto de fuentes y rosales de castilla que exhalaban dulces aromas. Todo aquello me parecía terriblemente trágico y nauseabundo. Entonces, cuando aquellas pesadillas dejaron de acudir a mi cabeza y al pude leer con mis propios ojos, me incliné por personajes contrarios a estos ángeles rococó; personajes que albergaban alguna oscura perversidad. Y en mis primeras lecturas tuve A sangre fría, El retrato de Dorian Gray y La piel de zapa… de ahí para adelante fueron Fausto, con su tan temido Mefistófeles, El matrimonio del cielo y el infierno de William Blake o una obra maravillosa del autor sueco Emanuel Swedenborg, llamada Del cielo y el infierno.
Los personajes  buenos, positivos, cool, nunca me cayeron bien, siempre me parecieron falsos. La perfección siempre me resultó demasiado ajena.
Me incliné, pues, a aquellos monstruos literarios del tipo psicológico, (aunque ya en la narrativa, me gustó experimentar –en tono de burla, con monstruos que, además, tienen una sobre naturalidad física. Saber que un psicópata era un ser posible me inquietaba. Pensar que en la realidad existían seres incapaces de comprender el terror y el sufrimiento de los demás, de las víctimas, me pareció fascinante. Pensar que había seres que por alguna circunstancia habían perdido sus neuronas espejo, me pareció seductor.
Una historia llamada El gran dios pan, de Arthur Machen, autor galés, que vivió parte del siglo XIX y casi hasta la mitad el siglo XX, me trae el recuerdo de un personaje literario y monstruoso muy peculiar: La señora Helen Vaughan, quién a lo largo de la historia adquiere nombres distintos como La señora Hebert o la señora Beaumont.  Esta señora de personalidad múltiple era hija de una bellísima mujer que en su juventud fue sometida a una operación –por un amante científico- mediante la cual sería capaz de abrir su limen mental a un nivel insospechado, y que, por una especie de inducción -nunca explicada en el texto- haría tener ante su presencia al dios Pan. La obra insinúa brutalmente que entre la mujer sometida a dicha operación y el mismísimo dios Pan hay un coito que hace engendrar a una mujer bella, fatua, extraña y perversa que causa la ruina y la muerte de muchos hombres de la alta sociedad parisina e inglesa. En esta narración hay un detalle que me sorprende: sin escribir una sola escena espeluznante, Arthur Machen  despierta  en el lector el lado morboso que entiende  e imagina  a la perfección cuando la sangre está presente en un relato. Este personaje monstruoso –mitad mujer, mitad diosa romana, insertado en las altas esferas de la sociedad inglesa en tiempos cercanos a Jack el destripador fue todo un éxito. Cómo ven, en dos tiempos muy lejanos el uno del otro, se registra en la literatura, pues, el encuentro sexual de una deidad pagana con un humano, con consecuencias catastróficas para los personajes y muy rentables para los autores en cuestión.
Los lugares comunes fueron constantes en la literatura de monstruos con la que me he topado a lo largo de mi vida. Aquellos monstruos enmarcados tan magistralmente por Tolkien tuvieron escenarios naturales imponentes, la misma niña Helen Vaughan tuvo como testigo de las primeras y misteriosas manifestaciones de su inenarrable maldad, un bosque enorme y antiguo. Las casas embrujadas fueron lugares comunes que alcanzaron a acaparar la cinematografía y la memoria del colectivo universal. La referencia a los dioses de la antigüedad son platillo frecuente en la literatura de terror del siglo que conoció Lovecraft. Los elementos de la naturaleza tienden a una profunda vinculación con los monstruos literarios; un ejemplo que no puedo evitar citar es el cuento Los sauces. Algernon Blackwood, autor prolífico pero bastante despreciado y minimizado en su tiempo, escribe un texto en torno a una gran ciénaga ubicada en cierta zona desierta y salvaje del río Danubio, en la cual crecen enormes extensiones de sauces llorones. Un par de muy cercanos amigos deciden hacer una aventurada excursión a todo lo largo de la ribera y se ven forzados a acampar en esta zona, en una movediza isla de arena en un paisaje desierto, interminable y cambiante que  infunde un profundo respeto por su belleza y su peligrosidad. En este lugar habitan seres sobrehumanos que reclaman sangre a cambio de aquella estancia molesta. Estos seres se insinúan en el texto como alguna especie que ya no encaja en el movimiento citadino y que está aun viva en las leyendas húngaras.
Hay un notable apego por las leyendas tradicionales en la literatura de monstruos. Incluso en las películas de terror encontramos sortilegios provenientes de aquello que por intereses políticos ha sido insistentemente desprestigiado a lo largo de la historia moderna; aquello que es tabú, contrario a la religión católica dominante, aquello que se forja a partir del prejuicio o la inconveniencia, que está más allá de los miedos, más allá de lo humanamente posible o permisible, más allá de la ley, etcétera.  Pero hay historias y personajes siniestros que provienen del subconsciente de su propio autor, cuya horrorosidad es toda origen de una imaginación perturbada, como fue el caso de ese otro autor, muy querido por la juventud, que es Guy de Maupassant, quien, por cierto, escribe en años cercanos a los de Arthur Machen y Lovecraft, y quien, como todos sabemos, fue víctima de la locura. En años muy cercanos al agravamiento de su enfermedad, años también muy cercanos a su muerte, Guy de Maupassant escribe sus textos más conspícuos de terror, el famosísimo El Horla, Él, Junto a un muerto, La mano, La cabellera, ¿Quién sabe?. 
¿Quién sabe? es uno de los textos de horror más conmovedores de Maupassant, la historia es muy original y honesta, escrita en el periodo previo a su total extravío mental. Escrita con un terror que no sólo concierne al personaje sino al artista mismo, que lo experimenta en carne propia. El personaje es un pequeño burgués dotado de una encantadora y tímida misantropía. De pronto ve cobrar vida y partir de su casa a todos los objetos que ha ido acumulando durante su relativamente joven vida: muebles, tapetes, obras de arte, sin poder hacer nada para detenerlos, víctima de la cínica ambición de un anticuario.
Y para finalizar volveré al tema de mis propias pesadillas; les contaré que a una edad cercana a la pre pubertad empecé a soñar inexplicablemente una serie de sueños recurrentes,  sueños terribles: en uno de ellos una hilera de cuerpos era acribillada una y otra vez por una horda de soldados enloquecidos en una playa en que la arena me golpeaba brutalmente los ojos hasta hacerlos sangrar... en otro aparecía un hombre diabólico en medio de una noche oscura y me gritaba que me quedaría ciega, en tanto arrojaba a mi cara clavos que yo apenas alcanzaba a esquivar. ¿Porqué le ocurría eso a una niña?.

El caso es que para que aquellos sueños no me lastimaran tanto empecé a escribirlos. Después supe que en el mundo existe el verdadero horror y que sólo hace falta enfrentar la realidad social para entenderlo. (Esta es una versión actualizada de un texto que escribí para leer en la UANL, Monterrey)

viernes, 12 de mayo de 2017

Encrucijada








Si llegas hasta aquí es porque te gustas demasiado. Te he dicho ya que eres la chica más hot, eso te ha de gustar, por eso regresaste.
Me he encontrado a muchas que llevan tu nombre, aparecen en mi vida como signos animados de algún vaticinio complejo y misterioso que no he descifrado. Muchos de los nombres de las cosas me llegaron de la misma manera. Nadie sabe lo que estará escrito en la siguiente página si es la primera vez que lee el libro. El nombre de mi librería, "El vaticinio", por ejemplo, no fue propuesta mía sino de una joven publirrelacionista. Tu nombre llegó a mis páginas por una jugarreta de la vida.
Tus ojos, nena vanidosa, están aquí. Aquí tú, yo aquí: no somos casualidad. Aquí las palabras forman ejércitos de fantasmas que no hacen ruido, pero que marchan firmemente hacia ti, hacia tu mente preciosa. En esta encrucijada se encuentran tu presencia y su sentido. Eso tampoco es casualidad.

jueves, 11 de mayo de 2017

Piel luminosa









Yo no amaba a nadie hasta que la vi. Era apenas una sombra diminuta caminando a pleno sol de medio día, pasaba por ahí sin que nadie la viera hasta que yo la vi. Era una chica más bien fea que vestía unas ropas holgadas y poco atractivas.
Un día escuché a una de mis amigas elogiar su cuerpo, el cual yo desconocía del todo, porque nunca dejaba traslucir nada de su piel tras los ropajes de talla grande. Yo no pensaba en su carne. Era una modesta templanza en su mirada, en su sonrisa, lo que adoraba en ella, nunca pensé en su cuerpo sino en su aliento, en lo que saldría de su interior. La amé cuando creí que era mi chica invisible: menuda y lacónica bajo la luz del sol de medio día o en las tardes de nubes.
Ya no puedo adorarla porque sin previo aviso se convirtió en la chica más hot, empezó a salir con el soltero más codiciado del momento, es famosísima y lejos de ser sombra brilla como un ángel blanco ante las cámaras de cine.  
Antes, cuando era sombra, se conformaba con sonreírme a lo lejos y ahora una de sus empleadas me incluye en el mailing repetitivo y lleno de clichés con el cual procura evitar que me salga de su club de fans, que admiran su cuerpo y la luz que emana de todo su ser y de su mente brillante.


lunes, 1 de mayo de 2017

La madre de Estocolmo

Ya viene para acá. Pude escuchar nuevamente su voz gracias a tu infinita compasión, amada virgen.
No sé cuanto falta para que esté aquí y me rescate de estos días de asueto forzado en los que mis compañeros de trabajo preguntan por mí constantemente, preocupados.
Me desapareciste hace ya varios días y me extraña que no me hayas matado con tus manos rebosantes de poder.
Ya ellos se encargaron de la parte más fácil, dijiste. Lo mío no son las violaciones ni los golpes, a mi no me gusta eso, yo más bien las cuido y trato de que ellos no hagan muchas pendejadas, ellos son mis hijos, pero son hombres. Lo difícil es reconocer que tú eres un ser humano, mija. Tú les gritaste a ellos que dejaran de violarme, los abofeteaste, eso escuché. Ya no volverán a hacerte eso, me dijiste luego.
Quiero seguir con vida pero no quiero volver con mi padre, no quiero tener miedo a la muerte otra vez.
Ya viene para acá. Miro a través de la ventana que piadosamente pusiste frente a mi, una ventana que da a un jardín con macetas que tú misma cuidas, acaricio las frazadas que me echaste encima por esa misma piedad, pienso que para ser una secuestradora eres bastante gentil, si no fuera porque me amordazas yo podría ser, además de tu hija, tu amiga. Una tarde me dijiste, te voy a llevar a otra parte para que no te deprimas tanto, no te voy a hacer nada, voy a cuidar de tu vida porque aunque soy una hija de puta no soy tan mala, y no voy a permitir que mis hijos te maten. Sólo somos pobres y necesitamos el dinero, pero no somos pendejos y no te vamos a hacer daño si tú cooperas con nosotros. Te voy a llevar para que veas mis plantas. Te voy a dejar en el cuarto y te vas a destapar los ojos. Repetimos una y otra vez esa operación sin que yo mirara jamás tu rostro divino. Pienso que soy como una de tus plantas: ajada pero viva.
Me dices que ya viene para acá, me acercas un plato de sopa, es de verduras y me la das en la boca por última vez, madre mía. Te vas a ir buena y sana, dices antes de la cucharada.
Me pregunto si podrás lograr que mi padre y yo nos volvamos a ver, pienso que alguno de mis hermanos vendrá a darme el tiro de gracia, me pregunto si realmente te obedecerán después de que tengan el dinero. Ellos son hombres.
Me mantuvieron muy bien atada, yo cooperé en todo, mis ojos nunca vieron un solo rasgo de sus rostros. Tú te has empeñado en mantenerme viva porque sé que en el fondo me quieres ¿verdad que me quieres, madre?, también porque debo contestar de vez en vez el teléfono para que mi viejo padre recargue energías para seguir juntando el dinero de mi rescate. 
En la desesperación se conoce el amor verdadero y yo nunca tuve un amor como el tuyo.
Cuando era libre, cuando no te tenía, una joven me dijo que yo era una mujer feliz,  no sé cómo ella lo sabría cuando ni siquiera yo lo sospechaba. Aquella amiga lo decía porque yo aprendí a volar, y todos creen ciegamente en el cliché de que volar es ser feliz. También me dijo que muchos se burlaban y hablaban mal de mi y que mi alfombra mágica era motivo de inquina. Aquello no era una alfombra mágica. Para subirme a ella tenía que sujetarme muy bien todas las cintas y los broches de seguridad, debía ponerme un casco con barbiquejo, mi traje de cordura, mis botas de media caña, un vario, un paracaídas de emergencia... “Ojalá fuera una alfombra mágica”, pensaba cuando corría hacia la pendiente y me montaba sobre el viento laminar, sobre la termal o la nube, después de vencer el miedo a la muerte o mínimo a romperme las costillas en el despegue. Debía, poco a poco, durante el trayecto, acostumbrarme a vivir en el aquí y en el ahora para no montarme sobre la persistente idea de romperme las espinillas en el aterrizaje.
Hoy vivo aquí y ahora, sintiendo tu presencia, tus manos duras ayudándome a no tropezar, madre sin rostro. Me ha costado tiempo de entrenamiento arrojarme hacia el precipicio, pero hoy no me siento capaz de arrojarme siquiera al otro lado de la puerta. No quiero ser libre ni volar. Lo que quiero es quedarme aquí, inmovilizada, gestándome eternamente en tu obscuro vientre de madre secuestradora.
Ya viene para acá, antes que él llega a mi mente el silbido de una bala que no dio en su blanco, pero que pasó muy cerca de mi oreja. Tus hijos me rompieron los dos brazos, me rompieron la nariz, casi me hacen perder un ojo.

Tú me limpiaste, sanaste lo mejor que pudiste mis heridas, entablillaste mis huesos rotos, fuiste una enfermera puntual. La bala no dio en el blanco pero su veloz paso por las cercanías de mi oído dejó una canción monótona y perenne ahí. Esa canción mantiene viva una pena tan honda que me da nausea. Él está por llegar. Me sentiré desvalida. No volveré a ser amordazada. Me quedaré sin tu gran sopa de verduras, sin tu dedicación, sin la delicadeza con que quitas la mordaza para que yo hable en monosílabos: sí, pa, pa, sí. Tus hijos me dejaron la lengua casi inservible, entre tanto jaloneo y golpe me la mordí fuertemente, sólo puedo engullir poco a poco tu sopa. Ya viene para acá mi padre y yo te perderé.