Cuando se lleva a cuestas un pecado tan grande como el mío
es difícil creer que la felicidad sea merecida. El peso omnipresente de la
serpiente se aligera cuando miro los ojos de mi hijo, hijo de ese mismo pecado,
brillantes, siempre desconfiados, bondadosos y perversos, como los de un
guerrillero, capaz de matar a quien hiere o mancilla lo que él ama. La
felicidad llega en el reconocimiento de ese amor, dos almas en este sacrificio
perpetuo e irrisorio que es estar aquí y ahora, con esta vida, sí. De repente
un día amanecimos vivos, sin saber dónde demonios estábamos antes del sueño,
esta vida es nuestra ¿quién nos la dio? Unos padres, y ¿a esos padres quién les
dio su vida?, y así, hasta una eternidad posiblemente finita donde un día, una
sola mujer, un solo hombre, no tenían la más remota idea de su origen, de su
estirpe, salvo una entidad temible, Dios, nada menos, y aun así decidieron
amarse.
Nosotros no tenemos la culpa, fuimos arrastrados por una cadena que era
más pesada que nuestro cuerpo, y hoy, como muertos perpetuos, ignorantes de nuestro
origen, vamos tras ella.
Hay algo en la historia oficial que me parece dudoso, he
platicado con serias y serios historiadoras e historiadores que me han dicho
que la historia es sólo mentira. Que
nunca pasó lo que pasó, que nunca hubo grandes próceres, que los libros
de texto gratuitos a los que la educación oficial sometió a mi inteligente
hijo, son pura basura. Eso es alentador, saber que todo es mentira en este
mundo, como dice la canción, es un verdadero alivio. Que el sufrimiento de
haber sido engañada y mancillada por la serpiente es sólo un sueño, que esta
vida desaparecerá, que esta vida misma es realmente sueño, como dice aquella obra maestra, es
una verdad que acepto sin dudar.
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