martes, 15 de agosto de 2017

Recuerdo vívido

En efecto, la historia que les contaré a continuación no es muy distinta a la que cuentan algunos diarios en esta ciudad. Los que son como yo, antes eran como ustedes. Algunos se deleitaban, no sin cierto escalofrío o retortijón, viendo nuestras imágenes en las primeras planas. Para algunos somos tan atractivos como esas bonitas e impecables modelos que aparecen en las revistas para mujeres. Aunque nosotros no solemos salir muy limpios, normalmente no estamos sonriendo, ni nos vemos guapos. Sin embargo los diarios donde aparecemos todos los días se venden como pan caliente. Somos, desde muy distintas perspectivas, un gran negocio.
Yo, que tengo varias horas en esta circunstancia desafortunada, no podré siquiera mirar mi foto, y qué bueno. Hoy comprendo que en realidad los que estamos como yo, somos todo menos atractivos. Los tipos que me dejaron aquí no tuvieron la delicadeza de maquillarme un poco antes de irse muertos de la risa en su camionetota. Me dejaron en una pose humillante y triste y yo ya nada pude hacer para acomodarme y aparecer en la foto del diario con un poco de dignidad. De cualquier modo no niego que ser un espectáculo de un día sobrepasa mis ambiciones de fama. En realidad la fama nunca me llamó la atención. Pero el dinero… ¿Quién no quiere dinero? Sé que ustedes lo comprenden bien.
Antes de estar en esta circunstancia yo no tenía mucho más de lo que tengo ahora. No sé donde pueden estar mi madre y mi padre. Nunca tuve una familia, sin embargo y por muy raro que les parezca, tuve una casi enfermiza adicción a la literatura. Por eso sé cómo contarles esta historia. Después de que uno lee muchos libros ya sabe, como por arte de magia, como se debe escribir correctamente. La lectura, además, despierta la imaginación. Aquí donde me ven, en esta condición tan desagradable, yo sigo teniendo mucha imaginación. Recién he comprobado que la creatividad no se pierde con la muerte. Lástima que esta triste historia no sea imaginaria.
Hace tiempo leí a un escritor estambulí que me marcó de por vida. Esta vida marcada por aquel escritor, que aun vive felizmente galardonado,  apreciado y querido por todos, fue demasiado breve. Y es que la literatura –llegué a leer– a veces es un vaticinio. Curiosamente, cuando leí ciertos pasajes que narró con maestría aquel escritor tan admirado, sentí un estremecimiento tal que tuve la sospecha de que estaba leyendo una premonición. Pero, como aquella premonición era  desgraciada, preferí olvidarla. Hoy se ha cumplido.
Los desgraciados que se fueron muertos de risa en su camionetota me asesinaron, sí. Pero antes me llevaron a un bosque oscuro que queda muy cerca de la ciudad. Entre dos enormes cedros colgaron una cuerda a modo de columpio y ahí me sentaron, amarrado, y comenzaron a balancearme. Uno de los risueños empezó cortándome una pantorrilla con una sierra eléctrica cuyo ruido debió escucharse a varios kilómetros a la redonda. Una vez cortada mi pantorrilla siguieron columpiándome y mientras más fuertes eran mis gritos de dolor (que debieron escucharse a varios kilómetros a la redonda) más fuertes eran las carcajadas de mis asesinos. Después me cortaron la otra pantorrilla, y los dos brazos, y quedé así durante largo rato, convertido en una especie de tamal triste, mientras la vida se me iba en aquel vaivén mortífero sobre el columpio. Al final, para asegurarse de mi muerte, me cortaron lo último que me quedaba, la cabeza, que cayó al suelo en una mueca que aparecerá en la primera plana del periódico de mañana.
Me alegro de que alguien me haya encontrado pronto. Dice el escritor estambulí que cuando un cuerpo inerte permanece sin sepultura y sin que sus familiares y seres queridos lo encuentren, su alma no tiene reposo. Supongo que nunca reposaré, no hay familia que me reclame. Mi cuerpo nunca esperó ser encontrado por nadie. Antes de que aquel campesino notificara mi hallazgo a las autoridades y los periodistas de nota roja se acercaran con tanto interés, me inquietaba la idea de que llegara un perro y lengüeteara y mordiera mis miembros dispersos bajo el columpio, eso era todo. Estar muerto es casi lo mismo que estar vivo. Uno puede recordar los pasajes literarios de la misma forma que los recuerda en vida, puede repasar una y otra vez las risas y los rostros de los matones a los que vio antes de morir, y es exactamente igual. Yo, que nunca tuve una madre que me inculcara la idea de la vida después de la muerte, sólo me preocupé por ese tema cuando los risueños me subieron a la camioneta. Sólo hasta ese momento empecé a preguntarme qué se sentiría estar muerto, nunca pensé que no se sentiría nada. Mi tránsito de la vida hacia la muerte se vio oscurecido por el dolor que me dejó inconsciente. Ahora me pregunto si hubiese preferido morir totalmente despierto, por decirlo de algún modo, y así poder contarles con mucha más precisión lo que es dejar de existir. Habría descubierto el hilo negro que hace del más allá un enredo que ha roto las cabezas de toda la humanidad, al menos de quienes, como yo, se ocupan de los libros.

Aquellos risueños no debieron matarme, cometieron una equivocación de la que se habrán dado cuenta hace varias horas. Yo no soy el infeliz al que estaban buscando, me parezco, pero no soy.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En México los muertos ya no cuentan historias, nadie los oye.

Anónimo.


Rowena Bali dijo...

Muy cierto, y suelen ser anónimos. Este es un muerto literario.