El deseo de placer reina en la catástrofe de forma indiscutiblemente
egoísta, esta verdad la ilustran novelas como Loxandra, de Maria Iordanidu, donde una mujer vive inmersa
en un pequeño paraíso familiar e ignora –o finge ignorar- lo que ocurre fuera de su casa en un suburbio estambulí durante el genocidio armenio, o bien la ilustra aquel pasaje de La peste,
de Camus, donde los habitantes de Orán se gastan lo que tienen en los
restaurantes y bares de una ciudad en cuarentena, mientas conversan sobre cosas
frusles y tratan de olvidar a sus amigos y familiares recién muertos por la peste bubónica, y recuerdo una novela más, La mancha de sal, de Emilio Zomzet, en la
cual los muchachos y las muchachas de un internado se escapan de sus separados dormitorios atestados de entidades sobrenaturales y amenazantes, sólo para
marchar despavoridos hacia el bosque y copular.
jueves, 13 de julio de 2017
martes, 11 de julio de 2017
Vaticinio
Hace algunos años, en una de las
transmisiones del programa “Zigma, ideas para mañana”, que hice junto a mis
amigos Agustín Peña y Eugenio Echeverría, tratamos el tema de la parapsicología
y los fenómenos paranormales de la mente, en la perspectiva de Arthur Koestler,
citamos ampliamente un ensayo que sobre su vida, obra y humanidad, escribió
Vargas Llosa, y que fue publicado en Letras Libres. Caí en la cuenta de
que aquel programa en sí mismo pudo ser un vaticinio que probara, como no
queriendo la cosa, la seriedad de la tarea parapsicológica y de este modo
colgué en mi cuello y en el cuello de mis amigos, el único milagrito que
pudimos haber predicho, pues, exactamente al día siguiente de aquella transmisión
se anunció el premio Nobel de literatura a Vargas Llosa.
El asunto viene a cuento por que
cada vez creo más en los vaticinios. Conforme creo más en los vaticinios, más
creo que mi futuro literario será escribirlos.
Hoy me contó candorosamente un
amigo cómo predijo para sí mismo la muerte de Colosio; describió la visión de
la siguiente forma: “Vi la cara de Colosio en la televisión y de pronto me
pareció que era Kennedy, en ese momento dije en voz alta: a este güey lo van a
matar” Mi amigo lamentaba no haber dejado un registro escrito de aquella
premonición, que justo al otro día se volvió una realidad que lo dejó
estupefacto.
Recordé como la desgracia suele
estar presente en los vaticinios, cómo estos parecen a veces dictados por una
conciencia maléfica.
Casi siempre le negamos nuestra conciencia a la desgracia; sin embargo, cuando se es auténticamente feliz se sabe que la adversidad es inevitable, pero también se sabe que se cuenta con el aditamento espiritual para soportarla. Uno de estos aditamentos es precisamente la capacidad de premonición: el aviso. Recibir vaticinios, a través de sueños, presentimientos, señales o palabras de otras personas, sólo revela una sustancia común a todos los individuos, pero esta sustancia sólo se produce abundantemente en individuos muy excepcionales.
Casi siempre le negamos nuestra conciencia a la desgracia; sin embargo, cuando se es auténticamente feliz se sabe que la adversidad es inevitable, pero también se sabe que se cuenta con el aditamento espiritual para soportarla. Uno de estos aditamentos es precisamente la capacidad de premonición: el aviso. Recibir vaticinios, a través de sueños, presentimientos, señales o palabras de otras personas, sólo revela una sustancia común a todos los individuos, pero esta sustancia sólo se produce abundantemente en individuos muy excepcionales.
No sólo la desgracia habita
en los vaticinios. La desgracia y la felicidad, pues, son realidades
predecibles. Un vaticinio es una visión
difícil de reconocer para muchos, un pensamiento que tendemos a ignorar por
pereza o a encontrar falto de verosimilitud. Nunca se debería ignorar un
vaticinio, sea feliz o infeliz, puesto que siempre trae consigo una mínima o
grande posibilidad de cambiarlo si es desgraciado y de ayudar a provocarlo si
es feliz. Ignorar un vaticinio feliz es alejar su posibilidad, ignorar un
vaticinio desgraciado es acercarla. Aceptar un vaticinio pasivamente, entonces,
puede traer consigo la infelicidad. El vaticinio no es una realidad, sino una
perspectiva hacia futuro si no se hace lo necesario para cambiar las cosas, en
caso de ser malas. Esta perspectiva se debe alentar para provocar esas cosas,
si son buenas. Por tanto, un vaticinio siempre invita a la acción. Aquel que
recibe un vaticinio debe escucharlo, tomarlo en cuenta, decirlo o escribirlo,
pero sobre todo debe procurar hacer con él lo mejor posible, para que se desvanezca
o se haga real.
La felicidad
Si la felicidad fuera un
fenómeno expansivo que bañara todo el orbe e incluso al universo, seguramente
se consolidaría -algún día- como un fenómeno feliz.
Una felicidad que se sabe
acompañada de la desdicha ajena no puede ser felicidad. Por ese motivo la
felicidad nunca ha sido permanente, sino para el ignorante. Haría falta una
especie de campaña de reanalfabetización para que el iletrado desaprendiera a ser un individuo social, para después tener el genuino sueño de ser feliz,
para luego empezar a luchar para alcanzar el sueño y así obtener un poco de él,
sólo un poco... Para quien la felicidad es una condición aprendida, o para el
que piensa que una sonrisa siempre ensayada es la felicidad, la infelicidad
ajena es un hecho ignorado. Para quien finge estar feliz siempre los infelices
son unos estúpidos, a quienes no se debe prestar atención, ni de los que se
debe tomar ejemplo. Los felices perennes no son capaces de prestar atención ni
a sí mismos.
Todos coincidimos en que la
felicidad no es necesariamente la abundancia, ni la parquedad, ni es una
circunstancia permanente, y coincidimos en que la felicidad no es privativa de
ninguna clase o raza; sin embargo hay muy sólidas posibilidades de que esta
sociedad de consumo la privatice por completo.
Aristóteles escribió sobre el justo
medio, que situaba el estado ideal de las personas en el equilibrio, en la
concordancia, en la templanza, en la medida justa de las cosas… sin embargo el
justo medio tampoco es la felicidad, sino una propuesta para llevar la vida con
la dignidad necesaria para hacerse acreedor a una dosis de felicidad, que se
irá repartiendo en pequeñas cucharadas a lo largo de la vida, a intervalos de
infelicidad. Hay un acuerdo mutuo entre las personas en cuanto a que la
felicidad es una condición a la que todos quieren llegar, sin embargo, las
discrepancias se desatan en forma tristemente violenta en el preciso instante
en que se intenta descubrir el método, el modo, o el camino... Si pensamos en
la felicidad en términos globales, deberíamos decir que hemos vivido en un
mundo infeliz. Puesto que hemos inoculado en él un agente morboso de
insatisfacción, y propagamos infelicidades todos los días, para luego vender
antídotos. (Fragmento de guión radial)
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