jueves, 6 de abril de 2017

Balita

Un buen día tuve fuerzas para levantar el culo hasta el secreter donde guardo mi preciada pistola y sin dudarlo fui y le pegué un tiro a mi computadora, la asesiné con toda mi obra acumulada por años y años y luego fui detrás del hijo de la reina, dispuesta a asesinarlo también. Muy trapaceramente el infeliz -viendo mi cañón apuntándole a los ojos- buscó rápidamente en su stock de imágenes televisivas el rostro amadísimo del Rubio Pequeño, sonriente en la pantalla. Cobardemente lo mantuvo en sus ojos hasta que creyó que yo iba a bajar el arma, le pregunté dónde podía encontrar a mi adorado: me devolvió la imagen de una conocida televisora. Cuando tuve en la mira el par de ojillos tintados de amarillo y naranja, disparé.

Vi el cadáver frente a mi y caí en la cuenta de que hacía muchos años que no intercambiaba una palabra con nadie; desde su llegada él se encargaba incluso de lavar el coche, de pedir el súper, de tirar la basura, de todo.

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