Niña y pensamientos de luz
por Guillermo Samperio
Una niña de cabello dorado, de mirada de humedad sana, tenía en los ojos el color de la hojarasca que mitiga las preocupaciones y en sus pupilas se encuentra la solución del lirio magenta que explota en la corteza de un joven ahuehuete. A la infanta le llovían fragmentos violeta-azulencos de un árbol que se enredaba con otro y, aunque fueran dos, la gente del pueblo ondulado le llamaban la jacaranda. La niña no sabía si los pétalos azules eran de uno de ellos o los violetas del otro. Estaba segura, eso sí, de que al caerle las flores diminutas en el cabello, una luz lila se encendía en su pensamiento. Cuando hablaba, sus palabras iban coloreadas de un tono inexplorado, pero lo que llegó a preocuparle fue que la gente podía leer sus pensamientos, como se aspira el hueledenoche sin tener que aspirar. Su cabello tenía la desenvoltura propia de amanecer un día pelirrojo, o castaño, o rubio, o negro, o con rayos dorados y canela, a veces lacio, o esponjado, con rulos, o volado, o casi a ras de cabeza, o de otros colores como azul, rojo, violeta, morado o simplemente con los pelos parados.
Pero al notar que su pensamientos se podía leer como lumínicos globos de comics, eligió esconderse en un sótano, cubriéndose la mirada con mechones de pelo, pero uno de sus pensamientos luminosos, como de luz de neón cárdena, le dijo: “Cada uno se preocupe de lo suyo: el árbol de su arboreidad, la roca de su mineralidad, el autonombrado homo sapiens de su homosapiensidad". La niña estuvo, durante el ocaso, meditando en aquella idea que le vino sin que ella tuviera la voluntad de pensar y, apenas había caído la bola anaranjada tras los montes azul oscuro y grises, se puso de pie y se reacomodó el pelo de tal forma que se notaba a la perfección su cara oval en torno a sus chinitos. De inmediato, se desarrugó su vestido de lino sepia y salió a deslumbrarse con una enorme luna llena.
Recordó la historia de Gung-thang, el maestro tibetano del siglo dieciocho, contada por su abuelo: “Cuando le preguntaron al maestre el motivo por el que había dejado de leer libros, respondía que seguía leyendo, pero ahora el silencio de las flores, el de los zorros que pasaban por su casa a pedirle agua con un movimiento de cola, los ojos de los discípulos que habían estado con él, los pies de las mujeres que caminaban descalzas; que había aprendido mucho de los árboles y de las palabras invisibles que surgían cuando los nenúfares se abrían. Que por más que alguien quisiera no se podía saber todo y él, después de haber leído tantos libros sagrados o mundanos, se había dedicado a lectura de las cosas del mundo y el cielo”.
El abuelo fumaba su pipa y, aunque se hubiera acabado el tabaco, él seguía fumando y la infanta no entendía cómo era posible que el viejo lanzara volutas de nube blanquísimas si la pipa se encontraba apagada. Golpeaba la pipa contra una de sus botas y proseguía la misma historia: “Por ejemplo, Gung-thang decía con verdad que un árbol nunca era el mismo de un día para otro, aunque por costumbre las personas así lo creyeran. Una jacaranda, dijo, siempre es otra al amanecer, como las personas. Pero la gente se ve al espejo desde temprana edad y ve a diario una misma cara, hasta que un día la enfermedad le muestra, de golpe, los cambios que se fueron juntando día con día durante tantas décadas y se sorprende. No se dan cuenta de que desperdiciaron la oportunidad de verse distintos cada mañana y se quejan e insultan a los que habitan arriba de las nubes; la desgracia no es que se mueran, hija mía, sino que fallecen siendo los mismos que vieron por primera vez en el espejo. Ahora mismo leo lo que me dice ese hueledenoche que no huele porque es de día, pero leo el silencio de su aroma”.
El abuelo seguía lanzando volutas de humo inexistentes y concluía: “Si te paras a pensar, muchacha, los autonombrados seres humanos, que mueren sin leerse cada día, terminan siendo homos non sapiens. Eso lo digo yo”, afirmó el abuelo, “pero algún día habrá un suceso maravilloso que, más tarde que temprano, los hará pensar sin que se esfuercen en pensar. Algunos tienen una mente tan activa, que a veces desean dejarla, por las noches, en el buró, como yo dejo mi dentadura postiza dentro de un vaso de agua con violeta de genciana. Pero prefieren volar con sus pensamientos, que hacer una lectura de sí mismos a diario”.
A la infanta nunca se le olvidó aquel regalo del abuelo y, al mirar la luz intensa de la luna, entendió al fin aquellas palabras que poco o nada había comprendido la primera vez. Desde que salió del sótano y sus ojos empezaron a leer las cosas, o vestigios de cosas, que habían cedido sus antepasados más antepasados, empezó a haber gente que se preocupaba por los otros, pero también pusieron atención en lo que pensaba en tecnicolor la niña. Otros agradecían los pensamientos luminosos y empezaban a encargarse de sí mismos aunque les costara mucho trabajo descubrir los cambios que había en ellos a diario, pero no tardaron demasiado en empezar a leerse día con día. La niña de pelo rojizo enchinado pensaba, cuando descubría a alguien leyéndose en su espejito, que la persona estaba recuperando su homosapiensidad.
“Lo más importante”, le había dicho el abuelo, “es que si logran la lectura de sí mismos, su forma de proceder cambiará y, en lugar de andarle diciendo a todo mundo qué debe hacer, los lectores de sí mismos hablarán más con sus actos que con sus bocotas. Y entonces”, afirmaba el abuelo, arropado en humo incoloro, “se transformarán en personas atractivas para los demás, pues dirán de manera silenciosa su humildad, su amor, su dicha y la utilidad de su vida para con los otros. Con su obrar y su hacer, no con discursos ni escaleras inútiles de lenguaje, morirán en silencio, sin lamentaciones, sin insultar a nadie de arriba ni de abajo. Pero morirán en el momento oportuno que ellos leerán en sus ojos, para tener tiempo de despedirse y de perdonar. Sus más cercanos los llorarán pero con sosiego, harán el luto pero con agrado, algo así como una tristeza feliz, ¿por qué no? Ya llegará el milagro, muchacha”.
La infanta recordó la muerte del abuelo y cómo se fue despidiendo; hasta le dio el perdón a don Fermín que le había dado un balazo en la madurez por un problema de tierras. Mucha gente de la familia no entendió el funeral que su abuelo quería. Aunque todo dios iba y venía, se desmayaba y se des-desmayaba, entre lamentos y chillidos vergonzosos, ella se asomó a la ventanita del féretro y, sin que nadie se diera cuenta, descubrió una media sonrisa en el anciano, quien le guiñó un ojo a su nieta desde el lado de la muerte viva, como la niña pensó. Ella se abandonó a una congoja plácida; ahora lo reconoce aunque dos años atrás esa actitud de tristeza feliz la hubiera avergonzado.
por Guillermo Samperio
Una niña de cabello dorado, de mirada de humedad sana, tenía en los ojos el color de la hojarasca que mitiga las preocupaciones y en sus pupilas se encuentra la solución del lirio magenta que explota en la corteza de un joven ahuehuete. A la infanta le llovían fragmentos violeta-azulencos de un árbol que se enredaba con otro y, aunque fueran dos, la gente del pueblo ondulado le llamaban la jacaranda. La niña no sabía si los pétalos azules eran de uno de ellos o los violetas del otro. Estaba segura, eso sí, de que al caerle las flores diminutas en el cabello, una luz lila se encendía en su pensamiento. Cuando hablaba, sus palabras iban coloreadas de un tono inexplorado, pero lo que llegó a preocuparle fue que la gente podía leer sus pensamientos, como se aspira el hueledenoche sin tener que aspirar. Su cabello tenía la desenvoltura propia de amanecer un día pelirrojo, o castaño, o rubio, o negro, o con rayos dorados y canela, a veces lacio, o esponjado, con rulos, o volado, o casi a ras de cabeza, o de otros colores como azul, rojo, violeta, morado o simplemente con los pelos parados.
Pero al notar que su pensamientos se podía leer como lumínicos globos de comics, eligió esconderse en un sótano, cubriéndose la mirada con mechones de pelo, pero uno de sus pensamientos luminosos, como de luz de neón cárdena, le dijo: “Cada uno se preocupe de lo suyo: el árbol de su arboreidad, la roca de su mineralidad, el autonombrado homo sapiens de su homosapiensidad". La niña estuvo, durante el ocaso, meditando en aquella idea que le vino sin que ella tuviera la voluntad de pensar y, apenas había caído la bola anaranjada tras los montes azul oscuro y grises, se puso de pie y se reacomodó el pelo de tal forma que se notaba a la perfección su cara oval en torno a sus chinitos. De inmediato, se desarrugó su vestido de lino sepia y salió a deslumbrarse con una enorme luna llena.
Recordó la historia de Gung-thang, el maestro tibetano del siglo dieciocho, contada por su abuelo: “Cuando le preguntaron al maestre el motivo por el que había dejado de leer libros, respondía que seguía leyendo, pero ahora el silencio de las flores, el de los zorros que pasaban por su casa a pedirle agua con un movimiento de cola, los ojos de los discípulos que habían estado con él, los pies de las mujeres que caminaban descalzas; que había aprendido mucho de los árboles y de las palabras invisibles que surgían cuando los nenúfares se abrían. Que por más que alguien quisiera no se podía saber todo y él, después de haber leído tantos libros sagrados o mundanos, se había dedicado a lectura de las cosas del mundo y el cielo”.
El abuelo fumaba su pipa y, aunque se hubiera acabado el tabaco, él seguía fumando y la infanta no entendía cómo era posible que el viejo lanzara volutas de nube blanquísimas si la pipa se encontraba apagada. Golpeaba la pipa contra una de sus botas y proseguía la misma historia: “Por ejemplo, Gung-thang decía con verdad que un árbol nunca era el mismo de un día para otro, aunque por costumbre las personas así lo creyeran. Una jacaranda, dijo, siempre es otra al amanecer, como las personas. Pero la gente se ve al espejo desde temprana edad y ve a diario una misma cara, hasta que un día la enfermedad le muestra, de golpe, los cambios que se fueron juntando día con día durante tantas décadas y se sorprende. No se dan cuenta de que desperdiciaron la oportunidad de verse distintos cada mañana y se quejan e insultan a los que habitan arriba de las nubes; la desgracia no es que se mueran, hija mía, sino que fallecen siendo los mismos que vieron por primera vez en el espejo. Ahora mismo leo lo que me dice ese hueledenoche que no huele porque es de día, pero leo el silencio de su aroma”.
El abuelo seguía lanzando volutas de humo inexistentes y concluía: “Si te paras a pensar, muchacha, los autonombrados seres humanos, que mueren sin leerse cada día, terminan siendo homos non sapiens. Eso lo digo yo”, afirmó el abuelo, “pero algún día habrá un suceso maravilloso que, más tarde que temprano, los hará pensar sin que se esfuercen en pensar. Algunos tienen una mente tan activa, que a veces desean dejarla, por las noches, en el buró, como yo dejo mi dentadura postiza dentro de un vaso de agua con violeta de genciana. Pero prefieren volar con sus pensamientos, que hacer una lectura de sí mismos a diario”.
A la infanta nunca se le olvidó aquel regalo del abuelo y, al mirar la luz intensa de la luna, entendió al fin aquellas palabras que poco o nada había comprendido la primera vez. Desde que salió del sótano y sus ojos empezaron a leer las cosas, o vestigios de cosas, que habían cedido sus antepasados más antepasados, empezó a haber gente que se preocupaba por los otros, pero también pusieron atención en lo que pensaba en tecnicolor la niña. Otros agradecían los pensamientos luminosos y empezaban a encargarse de sí mismos aunque les costara mucho trabajo descubrir los cambios que había en ellos a diario, pero no tardaron demasiado en empezar a leerse día con día. La niña de pelo rojizo enchinado pensaba, cuando descubría a alguien leyéndose en su espejito, que la persona estaba recuperando su homosapiensidad.
“Lo más importante”, le había dicho el abuelo, “es que si logran la lectura de sí mismos, su forma de proceder cambiará y, en lugar de andarle diciendo a todo mundo qué debe hacer, los lectores de sí mismos hablarán más con sus actos que con sus bocotas. Y entonces”, afirmaba el abuelo, arropado en humo incoloro, “se transformarán en personas atractivas para los demás, pues dirán de manera silenciosa su humildad, su amor, su dicha y la utilidad de su vida para con los otros. Con su obrar y su hacer, no con discursos ni escaleras inútiles de lenguaje, morirán en silencio, sin lamentaciones, sin insultar a nadie de arriba ni de abajo. Pero morirán en el momento oportuno que ellos leerán en sus ojos, para tener tiempo de despedirse y de perdonar. Sus más cercanos los llorarán pero con sosiego, harán el luto pero con agrado, algo así como una tristeza feliz, ¿por qué no? Ya llegará el milagro, muchacha”.
La infanta recordó la muerte del abuelo y cómo se fue despidiendo; hasta le dio el perdón a don Fermín que le había dado un balazo en la madurez por un problema de tierras. Mucha gente de la familia no entendió el funeral que su abuelo quería. Aunque todo dios iba y venía, se desmayaba y se des-desmayaba, entre lamentos y chillidos vergonzosos, ella se asomó a la ventanita del féretro y, sin que nadie se diera cuenta, descubrió una media sonrisa en el anciano, quien le guiñó un ojo a su nieta desde el lado de la muerte viva, como la niña pensó. Ella se abandonó a una congoja plácida; ahora lo reconoce aunque dos años atrás esa actitud de tristeza feliz la hubiera avergonzado.
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