domingo, 22 de septiembre de 2019

Esclavitud

Dominique compró a Mireia. Desde el principio su relación me pareció tocada por una suerte de divinidad. Dominique era mi novia, y yo estaba tan enamorado de ella que cada movimiento que hacía se quedaba en mi mente. Cuando nos separábamos recorría una y otra vez sus imágenes en mi cabeza y con cierta frecuencia Mireia también aparecía en ellas. Mireia siempre orgullosa de quedarse a su lado, Mireia discretamente feliz, Mireia completamente suya, Mireia ama y señora de mi Dominique. En cambio yo tenía que partir, alejarme largas temporadas porque mi trabajo como observador me lanzaba hacia la atmósfera de distintas ciudades, lejos de ellas. Un día, mientras caminaba por alguna calle de Oslo junto a una rubia bonita decidí que amaba definitivamente a Dominique y que cada una de las memorias que guardaba de ella, su más mínimo gesto, era suficiente para no pensar en ninguna otra, que podían pasar frente a mí las rubias más bonitas del mundo y yo solamente la miraría a ella, que no tenía idea de hacia adonde me llevaría ese amor. Cuando volví y fui a verla estuve esperando que me dejara hablar. Quería envejecer junto a ella. Mireia sería bienvenida en la casa que pensaba comprar, aunque debo admitir que durante mi paseo junto a la rubia bonita mi recuerdo de Mireia había quedado opacado por el de mi amor, y pensarla así, de repente, como la imposibilidad de pasar todo el tiempo a solas con ella, me pesaba en el espíritu. Dominique me interrumpía cada vez que hablaba, el hecho más nimio le parecía suficiente para truncar mi conversación, y como ella se creía más lista que yo, a veces intentaba discriminarme y buscaba hacerme menos. Por eso aquella noche decidí callar durante un tiempo más mi amor por ella, quizá por precaución, porque algo en aquellas interrupciones constantes me alertó sobre su carácter desconsiderado y altanero. En aquella visita se apresuró a despedirme, me dejó en la puerta que da a la calle tres horas antes de que partiera mi avión, pero éste se retrasó varias horas y yo tuve que regresar a la casa. Lo que vi cuando volví me dejó desconcertado. Justo en el momento en que crucé la puerta Dominique se sobresaltó, entonces tropezó y cayó sin darse ningún golpe importante. Cuando se incorporó comenzó a darle fuertes patadas y golpes a Mireia, que se fue a esconder en un rincón conocido, como si estuviera acostumbrada a aquella situación.
Mireia era perfecta, su relación con Dominique me parecía perfecta, entre ellas parecía haber una comunicación insondable, de la cual secretamente me sentía celoso. Era como si sus mentes se comunicaran excluyéndome. Cuando vi a Dominique golpear a Mireia dejé de amarla, aquella imagen borró todas las tomas de su rostro angelical, empecé a encontrar atractivas a las nórdicas y comprendí que para ella las relaciones divinas no existían, desistí de pedirle que se quedara para siempre conmigo, y guardé compasión profunda por Mireia, que estaba condenada a vivir junto a ella por el resto de su vida.



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