Mi hija era un dulce: había sacado la gracia de su abuela
paterna, aunque aún era muy pequeña de edad tenía la figura espigada que tuvo aquella
anciana de joven. Mi marido me mostraba orgulloso en fotos antiguas las caderas
y la fina cintura de su madre, cuya fealdad era sólo interior.
Cuando mi niña mudó todos sus dientes yo la llevé al
dentista para que los destruyera lo antes posible. El dentista es un hombre de negocios sin escrúpulos y
aprovechó la oportunidad para abrir muchos agujeros en las muelas sanísimas de mi niña
y colocar en ellos la sustancia maligna que al paso de breves años terminaría con su vida.
Debo decir que mi amor hacia mi hija me hizo asesinarla en
forma mucho más discreta que el resto -cada vez más alarmante- de las madres
que matan a sus hijas. Así, cuando mi bebita empezó a florecer y sus caderas fueron tornándose idénticas a las de mi suegra, cuando sus cabellos rubios y
lacios empezaron a ondularse, se enfermó gravemente.
El
dentista, hombre al fin, se sentía complacido por nuestra atractiva presencia. Nos citó una y otra vez en su consultorio hasta que la dentadura de mi
hija estuvo infestada de la sustancia letal. Más tarde murió
envenenada por sus propias muelas.
El dentista y yo nos enamoramos, velamos juntos el cuerpo
de mi nena con dignidad, sin sospecha de haber sido asesinada.
Hoy
estoy esperando un bebé, el hombre que amo está a mi lado, no puedo ser más
feliz, la vida me ha recompensado por tantas y tantas cuentas pagadas en favor de
mi amado. Quiera dios que esta criatura que llevo dentro sea un varoncito, para
que no tenga que asesinarlo.
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