Tienes una importante tarea pendiente, aunque parece vana: abrir
la amplia persiana para que entre la luz. Un extraño brote nació
adentro, en la sala, tiene una forma tan rara que la curiosidad te hace desear
–sólo desear- que pese a su molesta ubicación, siga creciendo.
El solsticio de verano está cerca. Es casi medio día,
hay pequeños cúmulos a lo largo de la cresta de la sierra.
En la grieta del suelo se asoma un esqueje púrpura. Dada a la semiótica y a la magia como eres, has visto en él un signo, y,
temerosa de las entidades innombrables que ahí lo colocaron, te temblaron los
dedos con el primer impulso de arrancarlo. Entonces fuiste por una
tacita de agua y la vertiste sobre él.
Saliste luego de prisa; la montaña,
el cielo azul, la fuerza del sol y los cúmulos te esperaban.
Una noche soñaste que
dormíamos y una presencia oscura en tu interior se
hizo manifiesta; apagó las escasas claridades que quedaban en el sueño y
estrechó los espacios. Teníamos que abrir la ventana y salir, de lo contrario
nuestros cuerpos quedarían emparedados, el uno contra el otro. Pero además en
esa mezcla de carne y sangre (parecida a la que a veces tú y yo formamos en noches nunca aciagas donde atados en un nudo firme nuestros cuerpos estrangulan el ruido de los
otros) estaría la otra presencia.
Y así pasaron varios días en que el verano
generoso humedeció las plantas, el sol se coló entre las nubes; las puertas de
tu casa se abrieron y cerraron para volverse a abrir hasta el anochecer, cuando
volvías, olvidando que el día no se dejó colar por las persianas.
El brote que desde el interior de tu casa te
llamó muchas horas con voz púrpura y silente se apagó, regresó al interior de la grieta, sin que la luz potente lo viera.
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