Últimamente,
cada vez que me planteo una pregunta, la respuesta inmediata de mi cerebro, que
ya no quiere pensar, es otra pregunta ¿y a quién le importa? Hoy sé que a nadie
le importa, pero si no les cuento esta historia me va a salir un hueco en el
corazón, entonces, aunque les importe nada, se las cuento. Se trata de una
historia de amor que me pesa como un lastre que de pronto cobró vida en pleno
vuelo y se transformó en una bestia inexplicable que derrumbó mi aeronave.
Resulta que hace unos meses conocí a esta chica,
¿saben?, no quiero presumir, pero tengo el mejor gusto, ahí están mis hijos
para demostrarlo, mis mujeres siempre fueron unos cuerazos, y la chica en
cuestión no es la excepción. Resulta que ella era yogui, muy yogui, hasta el nivel de mi más absoluta
incomprensión. No puedo ni pronunciar, ni escribir -porque es sagrado-
el nombre extraño de ese tipo al que mi mujer, con quien tuve la mejor química
de los últimos tiempos, tenía que consultar antes de tomar una
decisión cada bendito día de su vida. Lo peor es que a aquel Innombrable yo no le
caía bien, y ahí estuvo la perdición, la herida, el imposible, porque el amor de mi chica, que era apasionado, caliente, chisporroteante, no le bastó para quitar
el altar que le puso al Innombrable muchos años antes de mi llegada. ¿Qué
tanto pudo pasar entre él y mi chica? Quizá fuera un pervertido, un asesino sectario, un vivales que explotaba a mi mujer y en tanto se divertía infringiéndome torturas de amor, quizá fuera su amante de planta y yo sólo un bocadillo insignificante para su desmedida ambición sexual. No lo sé: cada
cosa que ella hacía con aquel sacro sujeto me era desconocida...