En cuanto el zumbido exasperante de esas moscas deja de escucharse sé que por fin he comenzado a vivir. Estoy aquí para esperar la noche, suelen ser mis días irreconocibles: una espesa cortina azul sobre mis ojos cubre siempre la claridad, pero tras mi domo puedo presentir una estrechez tan asfixiante como mi espacio.
Las moscas son mis guías, este espacio azul está atestado de ellas, de zumbidos, de diminutas patas cosquilleando en mi piel.
El mundo entero se parece a mi. Todos los hombres viven como yo: cometiendo el error de sentirse distintos, aletargado a fuerza de inyecciones antiellos y costumbres, con el cuerpo atado. Sólo una cosa los diferencia de mi; su aparente búsqueda y su sufrimiento. ¡Pobres! Cuántas cosas piensan cuando casi se ahogan entre aglomeraciones o sacrifican una muerte fácil al trabajo y la espera.
En mi mente, según oí decir, vive una devastadora guerra contra la cual mis sesos no podrán luchar. Eso es mentira; yo ya encontré lo que buscaba.
¿Cómo vivirán las moscas del exterior? Cada vez que a mi país llega una visitante extranjera puedo notarla al instante; zumba en un acento húmedo y melodioso que se distingue del ruido seco que emiten las moscas de aquí.
-Este loco apesta a mierda- dijo la mujer de los dedos de hule cuando vino a cambiarme las sábanas.
Mi peste es única y gozo el privilegio de tenerla a mi lado como la más fiel de las compañeras que copulará conmigo hasta que el jabón y el desinfectante nos separen.
Cuando el ruido del día acaba, mi detestable enjambre de moscas se reúne en el domo para la rigurosa orgía, hacen el amor y rompen mi paz con zumbidos de placer, se quedan inmóviles, sumidas en una envidiable tranquilidad. Hundo mi cabeza bajo las sábanas, y ella se introduce por mis oídos, por los labios, por los ojos, penetra violentamente por mi nariz, cosquilleando en los pulmones, llenando el interior de mi cuerpo hasta que la espesura ácida y dulce comienza a colarse lentamente hacia el exterior, y mi cuerpo, incapaz de soportar ese placer excesivo la expulsa en forma de cálida espuma que al posarse sobre mi vientre, aun convulsionado, incrementa la delicia de mi peste, y esa es una felicidad incomparable.
Al despedirse los últimos delirios de la noche, la mujer de los dedos de hule me despierta y siento sus pesadas manos empujarme de un lado a otro, levantarme como a un muñeco de trapo, desprender las sábanas del colchón, llevándose con ellas un entrañable trozo de mi peste, sustituirla con un deprimente olor a naftalina, luego la escucho exclamar: “¡Nunca podré entender como se masturba con las manos atadas!” y salir, dejándome en la sucesión de procesos mentales que se apretuja tristemente en mi cavidad.
Tengo una eternidad para pensar. El tiempo no existe, sólo un espacio que presenta leves modificaciones de las que soy testigo sensitivo; eso me cansa, pero si ahora mis pies se apoyaran en el limen de la muerte aspiraría el último mordisco de aire con delectación.
Aprendí a sentir hace algunos años. Comencé por el más codiciado de los sentimientos. Me acerqué a las personas sin diferenciar unas de otras. En ese tiempo tenía la ingenuidad de creer que era posible amar a todos. La filantropía exige gastos insolventables para un solo hombre. Decidí concentrarme en un sector humano específico: las mujeres. Sin embargo me di cuenta que a estas criaturas no se les puede amar, pues tal acto significa transformarlas en monstruos de extremidades anciroides que te enganchan sin piedad al más mínimo descuido. Preferí olvidarme del amor, aprovechar el miedo que en mi se había forjado, llevarlo hasta las vísceras, hacerlo vivir en el tuétano. Hoy la conciencia de mi ruindad me hace recordar que estoy vivo, y soy un hombre feliz, aun envuelto en la más fragosa tristeza.
Por casualidad logré entrar a uno de esos lugares que llaman manicomios; ahí habitaba una especie de bestias casi tan temible como las mujeres. Me sentí, sin embargo, identificado con esas fieras y sé que aquellos seres son dignos de la tierna admiración.
Una noche escuché el estruendo de una cuchilla voladora, supe que la capa del cielo se rasgaría y tuve frío. Chorros de sangre azul derramados, el líquido divino encharcado, las membranas del mundo desgarradas, la nariz del dios desconcertado asomando por el boquete, y yo, ahogado de tristeza, sin poder respirar en el fondo de aquella cruenta profundidad celestial.
Me trajeron aquí para ocultarme que la vida se rompería, estallaría como estalla mi cuerpo al amor de la sagrada peste y me engañaron diciendo que no era el cielo, que era yo.
No volveré a creer, sólo amaré mi peste y odiaré a quien pueda arrebatármela.
Todos los hombres vivirán como yo: protegiéndose de la tormenta, con un paño azul cubriéndoles los ojos para simular aquello que fue el ahora raído cielo, odiando con cada inyección antiustedes que todos los días punza esa mujer con sus repugnantes dedos de hule, deseando estar en un espacio confortablemente ocupado por el vacío, donde se puede vivir sin proferir una sola palabra y entendiéndolo todo en la más exquisita simplicidad.
Todos los hombres vivirán como yo, esperando la noche para encontrarse al fin con la sublime peste.
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