Hace más de cuatro años estuve enamorada de un hombre joven. Cuando lo conocí yo era una mujer compulsiva, no me importada ser o no, pero se atravesó un señor maduro de cara curtida y buena cartera y me dijo que me haría feliz, entonces me importó ser. Para mi infelicidad terminé enamorándome del otro, contando historias que inventaba fingiendo que eran mi vida, llevando una rutina llena de literatura de ficción.
Mi ficción se manifestaba entonces en un sopor interminable que me hacía fijar la cabeza al techo de mi recámara y pensar hora tras hora hasta que caía la tarde, llegaba la mañana y volvía a caer la tarde. Pensé que no habría motivo para luchar por él si una chispa de hierofanía no llegaba a rozar su rostro en mi presencia: para ser tan malo como aquel amor, era necesario también ser santo, y saber arrepentirse. Esa hierofanía cruzó sus ojos durante los escasísimos momentos que pasamos juntos, y por eso pensé que valía la pena cruzarse con él, volverlo a ver.
Pero antes de decidirme a buscarlo, una noche en que por alguna razón yo estaba alegre y tomé la carretera, me encontré con otro joven de rostro apasionado, al que no le molestaba nada, ni mi pobreza vital, ni mi aburrimiento, ni mi apego a las historias de ficción, ni mi inclinación a enamorarme platónicamente. Me sentí tan complacida a su lado que empecé a dudar de la hierofanía, de la mirada, de los escasísimos momentos. Mi ficción dejó de ser una mancha en la recámara, es más, dejó de ser ficción. Y dejé de mirar al techo.
Mi ficción se manifestaba entonces en un sopor interminable que me hacía fijar la cabeza al techo de mi recámara y pensar hora tras hora hasta que caía la tarde, llegaba la mañana y volvía a caer la tarde. Pensé que no habría motivo para luchar por él si una chispa de hierofanía no llegaba a rozar su rostro en mi presencia: para ser tan malo como aquel amor, era necesario también ser santo, y saber arrepentirse. Esa hierofanía cruzó sus ojos durante los escasísimos momentos que pasamos juntos, y por eso pensé que valía la pena cruzarse con él, volverlo a ver.
Pero antes de decidirme a buscarlo, una noche en que por alguna razón yo estaba alegre y tomé la carretera, me encontré con otro joven de rostro apasionado, al que no le molestaba nada, ni mi pobreza vital, ni mi aburrimiento, ni mi apego a las historias de ficción, ni mi inclinación a enamorarme platónicamente. Me sentí tan complacida a su lado que empecé a dudar de la hierofanía, de la mirada, de los escasísimos momentos. Mi ficción dejó de ser una mancha en la recámara, es más, dejó de ser ficción. Y dejé de mirar al techo.
2 comentarios:
Tú, ojitos verdes que se esconden, que miran todo y no me hablan, eres.
Es increíble la forma en que me incapacitas a decir el verbo prohibido aquí, tu forma de escribir y llenarlo todo de profundos símbolos y signos dirigidos al blanco o mejor dicho negro perfecto, es certera y justa tu hierofanía
Sin temor a equivocarme puedo decir Eros dio Justo en el negro perfecto aquí.
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