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Mi ficción se manifestaba entonces en un sopor interminable que me hacía fijar la cabeza al techo de mi recámara y pensar hora tras hora hasta que caía la tarde, llegaba la mañana y volvía a caer la tarde. Pensé que no habría motivo para luchar por él si una chispa de hierofanía no llegaba a rozar su rostro en mi presencia: para ser tan malo como aquel amor, era necesario también ser santo, y saber arrepentirse. Esa hierofanía cruzó sus ojos durante los escasísimos momentos que pasamos juntos, y por eso pensé que valía la pena cruzarse con él, volverlo a ver.
Pero antes de decidirme a buscarlo, una noche en que por alguna razón yo estaba alegre y tomé la carretera, me encontré con otro joven de rostro apasionado, al que no le molestaba nada, ni mi pobreza vital, ni mi aburrimiento, ni mi apego a las historias de ficción, ni mi inclinación a enamorarme platónicamente. Me sentí tan complacida a su lado que empecé a dudar de la hierofanía, de la mirada, de los escasísimos momentos. Mi ficción dejó de ser una mancha en la recámara, es más, dejó de ser ficción. Y dejé de mirar al techo.
2 comentarios:
Tú, ojitos verdes que se esconden, que miran todo y no me hablan, eres.
Es increíble la forma en que me incapacitas a decir el verbo prohibido aquí, tu forma de escribir y llenarlo todo de profundos símbolos y signos dirigidos al blanco o mejor dicho negro perfecto, es certera y justa tu hierofanía
Sin temor a equivocarme puedo decir Eros dio Justo en el negro perfecto aquí.
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