lunes, 17 de agosto de 2020

El amor apesta

El espíritu del Amante Muerto no pudo apartarse, se había quedado por ahí, en la habitación, avergonzado y arrepentido porque ella sabía de su latrocinio (desde su muerte sabía que ella lo sabía). Por otro lado, el magnetismo de las arcas y su dinero había cooptado su alma. Como una mariposa nocturna engañada por el brillo de un foco miserable, abortó su viaje hacia la luna y se quedó circundando a Eva, ama y señora de las arcas de la Serpiente. Eva lo supo de inmediato. Una vez enfundada en su traje de mártir, de sirvienta, de prostituta, se dedicó a recordar segundo a segundo, y, como si su alma se hubiera partido en dos, vivió otro pensamiento simultáneo; en uno escuchaba y obedecía maquinalmente la voz de la Serpiente y en otro construía recuerdo tras recuerdo el cuerpo de su Amante Muerto, la forma en que inclinaba su torso sobre el de ella en las mañanas frías bajo las sábanas, su pelo tapándole la frente, la forma en que extendía sus brazos para abrazarla, con los labios inflamados y los ojos rojos, las pulsaciones contenidas y liberadas de su cuerpo. 

Mas un día ocurrió que esta segunda mitad del pensamiento se vio interrumpida por la amenaza de la Serpiente, “Si sigues en esa actitud de zombi te voy a retirar las arcas”, entonces, como si hubiera roto un hechizo la piel suave del Amante Muerto desapareció de su pensamiento, y tuvo que atender a las palabras de su amo: “Hay unos videos que quiero mostrarte”, Eva empezó a temblar, no había nada peor que ver esos videos, cuando la Serpiente los mostraba era porque algo muy doloroso había en ellos. Inmediatamente pensó que al fin habría dado con la infidelidad del Amante Muerto, que le provocaría una herida más profunda, pero no. Sólo mostró tomas grotescas y mal intencionadas de los resquicios más burdos de su amor; a veces el amor es feo, a veces da asco, el amor apesta cuando es grande. Todo lo que hacían en su máximo grado de verdad. 

Cuando al fin la Serpiente la dejó ir de aquella función Eva lloró de alegría, su mente se aferró a la belleza absoluta del Amante Muerto, y él, desde su presencia fantasmal, en su alcoba, lo supo. Entonces posó su alma sobre la suya y la llenó de calor, sin palabras le hizo sentir su arrepentimiento por haberla robado, su enfermedad por las arcas, su vergüenza. Entonces ella le hizo saber que sabía que él sabía (su muerte le permitía saberlo) que las arcas también la habían enfermado a ella, que mientras él era apenas un ladrón, ella era una madre que había abandonado a su hijo, una prostituta, una mujer superflua que había vendido su alma por joyas y tratamientos de belleza en aquel palacio horrible que no hacía más que llenarse de estúpidos e inútiles billetes.  

                                                                                              (En Las arcas de la Serpiente)

 

domingo, 16 de agosto de 2020

La moneda engarzada

Durante años atesoré una moneda engarzada, ahora sé que su valor es nada, pero llegué a luchar por ella como si fuera una presea. Llené mi vida de un pasado traumático por culpa de ella. Me traicionaron duramente por quitármela. Le mentí a mucha gente, despisté a mi enemigo varias veces para que no se dieran cuenta de que yo la tenía. Es una moneda de 1927. Cinco centavos de dólar. No puedo imaginar su valor. Lo notable en ella hoy no es el animal que está grabado en el níquel, ni las letras desgastadas, apenas perceptibles, ni la sencillez, ni la nimiedad del objeto mismo, ni la sangre que hay detrás de él, ni el dolor, ni el perfil del mohicano que aparece en su cara. Lo importante es un hombre, uno que no tiene la más mínima idea de esto, que vino a caer aquí por curiosidad, que creció en años muy posteriores a la época en que fue acuñada la moneda y cuya misión será averiguar la importancia de ésta: su otra cara, - nimia, casi sin valor, por la que yo libré las más cruentas batallas de mi juventud- justo después de leer estas palabras. Ese hombre está casi extinto, pero va a recobrar fuerzas, hará uso eficiente del casi y volverá, con mayor brío, después de retroceder. 

viernes, 7 de agosto de 2020

Eternidad incipiente

Cuando aquella eternidad empezaba llegó un herido grave a mi playa. Instalada en esa recién adquirida infinitud la estudiaba, me complacía en crearle un concepto para entender su falta de cuerpo, su forma de ánima invisible, que de aquí en adelante me acompañaría sin ninguna pena; en vislumbrar que siendo tan inmensa pudiera compactarse hasta lo interminable y venirse conmigo en todos mis viajes, en contemplar su belleza desnuda bajo el sol, sobre la arena, dentro del agua, en el aire, su sonrisa discreta y su mirada sobre la mía. Empezaba a entender. 

Omitieron una cláusula importante quienes me entregaron esa eternidad, puesto que nunca me dijeron que se acabaría. Que un día llegaría un herido a mi playa y me mataría ahí mismo, para quedarse con ella y morirse luego.