No sé qué hacer, no sé cómo avanzar ahora, la eternidad es tan enorme que me permite detenerme a reflexionar sobre un segundo durante todos los segundos que yo quiera. Hasta me permite detenerme bajo un viejo tejo o bajo un ahuehuete a descansar durante el tiempo que me plazca, o ir creciendo, como una raíz, lentamente, bajo la tierra, en eterno y móvil reposo.
Habría que suponer ante tan aparente inmovilidad, que mi disyuntiva es fruslera, que nada tiene un destino necesario ni trascendente, salvo esta posibilidad de tomar una siesta escuchando suaves palabras que vienen del exterior para luego dejarlas tendidas sobre la sábana, en mi propia habitación. Ser un Cigoto es gozar de la posibilidad del eterno detenimiento; en mí se resume la fuerza que conforma la eternidad cuando se hace aliada de la finitud. Ser un Cigoto es, pues, una gran responsabilidad, cualquier descuido en el uso de la eternidad puede ser mortal. Es muy fácil, sin embargo, detenerse en el siempre y claudicar, nunca dar el siguiente paso que te separará, dios mediante, de la eternidad y te colocará en la vida por un tiempo.
¿Y por qué diablos tanta lucha, si llegar a la vida puede representar también sórdidos capítulos de miseria y violencia? ¿Saben? La humanidad me tiene tan decepcionado que es una vergüenza para mi entender que en unos meses seré parte de sus huestes malignas. Esa vergüenza, paradójicamente, está revestida por un instinto ineludible, una necesidad imperiosa de convertirme en esa vergüenza.
Ya sé qué hacer: Gozaré de lo que los humanos hechos y derechos gozan, accederé a las satisfacciones que una piel aireada y cultivada representa y las dejaré florecer por largas generaciones. En principio dejaré de ser un Cigoto para alcanzar el cuerpo.