La
religión nunca aceptó que el
paraíso estuviera en manos de la gente, se apropió de él a través de actos
violentos, lo convirtió en un negocio del cual sólo pueden gozar las altas
esferas, y lo dividió tajantemente del infierno, el cual colocó en las orillas de las ciudades. Mi convicción del eterno amor del Divino es inalterable, pero la
religión casi nunca honra al Divino, de quien yo soy apenas un leguleyo que clama en el desierto útero de su madre, o, peor aun, uno más
entre un montón que desaparecerá, sin duda, como carne de
cañón -o peor todavía-, como carroña para buitres. Morirán mis hermanos porque les
negaron la posibilidad de luchar por su vida, sin trampas, en igualdad de
condiciones. Negar la vida que El Divino nos ha regalado a todos es un
sacrilegio que tendrán que pagar los hombres. Todos
sabemos lo que está bien y lo que está mal ¿para qué crear un sistema de
creencias si Sus Preceptos son innegables? Y perdonen si a veces
caigo en el lugar común, si me enlodo con ciertos sentimientos, que a fuerza de tanta distancia y tanta lejanía entre El
Divino y nuestros seres, nos causan extrañeza y vergüenza; ambas deriban de la ignorancia, una ignorancia que crece en todas las cabezas como un
insaciable cisticerco. Una ignorancia que no entiende que la justicia y el amor son posibles. Una tenia que se duplicó desde hace siglos en las esferas de la política y del clero, en las esferas que son intestinos, gruesos, delgados, intestinos alejados
de la cabeza, intestinos que están haciendo del mundo pura mierda.