viernes, 6 de mayo de 2011

La sonrisa invertida

La mesa estaba dispuesta. Víctor inhaló el vapor aromático que danzaba alrededor del banquete, y sin más testigo que un pétrido sirviente, se abandonó a los sabores. Hacía tiempo que la naturaleza no le dejaba abrazar otro placer. Permaneció largo rato sentado frente a la vajilla que hacía unos momentos brillaba y que ahora era una ciudad bombardeada y menguada sobre la cual reposaban los muertos.
Sus cachetes y sus labios estaban nuevamente en una mueca invertida de tristeza, que solamente se ponía al derecho ante una mesa bien servida por la noche.
Era extremadamente obeso, y estaba vestido apenas con descuido. No soportaba que los criados le pusieran las manos encima y tenía que vestirse solo, siempre con desgano. Sin embargo pedía que arreglaran la mesa como si todas las cenas hasta el fin de su vida, fueran cenas de gala.
La espera del día había sido sólo una prolongada ansiedad por comer, como el ansia de un cachorro.
¡Cuán efímera es la felicidad! Todo había llegado a su fin y Víctor tendría que esperar el postre para seguir viviendo.
Alguna vez una mujer lo deseó, con ansiedad de cachorra quiso que él se casara con ella. Pero nada en el mundo logró excitar a Víctor, hasta que la amargura le hizo ver que no hay nada que lo excite, salvo el olor de la cocina y la presencia de una buena cena. Pronto una voz susurraría una exhortación y lo desprendería de la cama. Él dejaría de sentir el peso de su carne abundante y sería conducido por un pasillo de olores hasta el paraíso donde nunca dejaría de comer. Algunas lágrimas se derramaban ante la contemplación de aquel pensamiento. Suspiró: recordó el rostro del médico que había cobrado millones por mantenerlo con vida. Ahora anunciaba un riesgo cercanísimo. El rostro del doctor mostraba siempre constante preocupación –completamente genuina- por preservar la vida de su paciente.
Víctor, pese a lo que muchos podrían pensar, tenía un profundo gusto por la vida. ¿Cómo podría tener gusto por la vida un hombre cuya existencia consistía en pasar todo el día acostado esperando que llegara la noche, un hombre que vivía para esperar la hora de la cena? Pues así era: su enfermedad le dolía porque –como ocurre a todos los vivos- le quedaba una pizca de duda con respecto a si después de muerto esos platos deliciosos que preparaban sus criados continuarían apareciendo todas las noches, como una única hora de recompensa arrebatada con ansiedad de cachorro a veintitrés horas de sufrimiento.
Recogió sus miembros y los dejó caer en desorden sobre el sillón, trabajosamente, gotas de sudor le recorrían la frente y caían hasta los labios. El criado se acercó para secarlo con una servilleta pero él lo rechazó con toda la violencia que un hombre en su estado podía expresar. Entonces le pidió que le trajera el café y los pasteles. Engulló con apremio todo y luego dejó que sus ojos se perdieran largamente en el vaivén de la barriga que se elevaba inundando aquello que alguna vez fue su pecho. Dejó su cabeza caer en una digestión soporífera. Pero de repente un cristal le estalló dentro y mil esquirlas punzaron sus vísceras, cayó al suelo y su cuerpo pesadísimo se crispó y se agazapó sobre la alfombra como si de una enorme y pálida cochinilla se tratara. Su cabeza cobró lucidez y cada diente de su alma se hincó a la vida, a esa flatulenta permanencia donde todo había sido sustituido por banquetes. La muerte no se presentó lo suficientemente apetitosa ante el comensal, y este simplemente decidió no comérsela. El doctor lo encontró sin sentido y horas después sus ojos se hallaron iluminados por un tenue sol matutino.
Víctor sólo deseaba, con su sonrisa un poco menos invertida que de costumbre, que llegara la hora de la cena.

Cuerpos

Todo aquel que sea dueño de un cuerpo tiene la obligación moral de protegerlo y cuidarlo con esmero. Debe ser dueño, además, de todos los recursos necesarios para que ese cuerpo no se muera de hambre o por enfermedad. Quien no posea los recursos necesarios para mantener su cuerpo en las condiciones adecuadas, estará condenado como especie a desaparecer. Es por eso que en ciertos lugares del mundo tantas personas, animales y seres en general, simple y llanamente, se mueren.
Hemos crecido en una sociedad en la que el principal culto se le brinda a la presencia física, puesto que ella es la representante del consumo. La mayoría de los planes publicitarios incluyen uno o más cuerpos, que se materializan en uno o más modelos. El cuerpo libre de defectos será el principal candidato para representar al consumo. El consumidor idóneo será el que posea un cuerpo hermoso y feliz.
La vida lleva a ciertos individuos a enfrentar situaciones que los ponen en riesgo de perder el cuerpo. Quienes viven en países en guerra, quienes sufren accidentes, quienes realizan trabajos de alto riesgo. Quienes padecen hambre.
En el reino animal muchos pierden el cuerpo por la sequía, la contaminación, las inundaciones, las cacerías, etc. En el reino vegetal mueren mucho más individuos que en cualquier otro. Los incendios forestales son una causa; la tala, la construcción, la agricultura, la deforestación... La tierra está poblada por seres que se encuentran en el riesgo permanente de perder el cuerpo.
Muchos, quienes tienen la suerte de vivir en paz y provistos de alimentos, en cambio, luchan encarnizadamente para conseguir el cuerpo perfecto. Se agotan en sesiones de gimnasio, hacen rigurosas dietas, se someten a dolorosas operaciones.
Pero más que estar bello el cuerpo tiene como primicia estar vivo. En las sociedades de consumo se ha perdido incluso la capacidad para sobrevivir en caso de perder la casa o el coche. En todo caso, esta capacidad se le exige al sistema. El sistema ideal es aquel que ha absorbido la capacidad de supervivencia de sus habitantes. Los habitantes del sistema ideal no deben la supervivencia de sus cuerpos a la caza o la pesca, ni mucho menos a la agricultura o la recolección. Un derrumbe de este orden a partir de una catástrofe natural está muy lejos de su alcance previsor y haría patente la incapacidad de supervivencia de sus habitantes. La naturaleza y sus desastres tienen un poder inconmensurable. Ante el cual el cuerpo es una entidad endeble.